8 de julio de 2008

Pepe el loco

Por Carlos Bronson

Un domingo, el primer día que salió al aire la señal de XERB, Radio Bucio, la plaza del pueblo permaneció desolada. Yo mismo lo verifiqué. El profe Julio me mandó a inspeccionarla en el momento en que el primer programa estaba sonando. –Si no hay nadie por ahí quiere decir que nos van a estar oyendo –dijo– como una estrategia rudimentaria de medir el rating. Yo quise advertirle que de cualquier forma ya casi nadie daba paseos por la plaza, si acaso una que otra pareja en plan de romance, pero lo vi tan emocionado que mejor cerré el pico. Para cerciorarme mejor de nuestro éxito, estuve parando oreja en las casas con ventanas abiertas. En la primera no se escuchaba ruido alguno, en la segunda estaba encendida la televisión y la tercera sí escuchaban el radio, pero no nuestra estación.

Cuando regresé a la cabina el Profe me miró con una gran sonrisa, pues ya palpaba en carne propia la respuesta del nuevo auditorio. Una niña había arribado con papelito en mano; era la petición de su madre para que la complacieran con una canción de Los Tigres del Norte. Por ser una radio independiente (y pirata porque no teníamos permiso de nadie) algunos recursos tecnológicos tardarían en incorporarse. No teníamos teléfono, por ejemplo, así que si alguien quería mandar saludos o pedir canciones tenía que llegar a pie.

Quienes formamos parte de la naciente frecuencia nos comprometimos a buscar patrocinadores que financiaran los principales gastos operativos. Nos urgía una mezcladora, un par de audífonos y más micrófonos. La parte musical estaba salvada porque el Profe presumía una colección de más de 500 discos, la mayoría de cantantes rancheros, boleros e instrumentales. Tampoco había muchas carencias de recursos humanos. Pipo, el tendero de la calle de las Cantarranas, se ofreció a programar una hora diaria con los éxitos de Miguel Aceves Mejía a cambio de promover su local. Rubí, la única dentista de los alrededores, encabezaba la emisión de salud, en la que daba tips para evitar las caries y el sarro. Desde luego que las autoridades también metieron su cuchara. El padre Ramón solicitó dos horarios, primero a las 7 de la mañana para leer en vivo fragmentos de la Santa Biblia, y a las nueve de la noche con el objeto de entrevistar a personas a las que el Creador les había cambiado la vida, claro, con la ayuda de San Agustín, nuestro patrono. Por su parte, el jefe de Tenencia se amparó en una reforma constitucional para que cada dos horas se emitieran comunicados con la obra de su mandato. No eran hechos concretos, pues decía cosas como: “El progreso ha llegado a Bucio, este gobierno sí está contigo”. Total que entre muchos voluntarios había cobertura completa, para todos los gustos y con diferentes enfoques.

Además de dinero, sólo había algo que le preocupa al Profe. De entre todos los locutores no había una voz lo suficientemente fuerte para ser la imagen oficial de la estación. Primero intentamos convencer al maestro Cliserio, fundador de nuestra emblemática primaria Rita Pérez de Moreno, pues siempre había sido un gran orador, el que daba las palabras de bienvenida a las personalidades que nos visitaban, como el presidente municipal o los curas de otros ranchos. Pero se negó porque no le gustaban algunos contenidos de la frecuencia. –Si quitan La hora de Juan Gabriel, tal vez –dijo– evidenciando su rechazo contra los jotos. Luego le preguntamos a Bartolomé, el dueño del billar. Su voz espesa era referencia para todos los hombres, sobre todo cuando daban las diez de la noche y chillaba: “Órale cabrones, ya váyanse a su casa porque el changarro se cierra ahorita”. Tampoco quiso, argumentó que “esas mamadas del radio” a él no le gustaban y que no estaba dispuesto a soportar las burlas de sus amigos. Poco a poco las opciones se nos fueron cerrando hasta que el profe me dio un ultimátum, pues según él la voz oficial era elemental para decir los anuncios, dar la hora y trasmitir los recados de la comunidad.

Le di vueltas imaginarias a las 15 calles del pueblo, casa por casa, palomeando candidatos, pero tachándolos enseguida porque de alguna manera sabía que su respuesta sería un no. Ya de noche me entró aun más la angustia. No podía despertar al otro día sin una solución para el Profe. De eso dependía mi permanencia en Radio Bucio, y mi permanencia en Radio Bucio, a su vez, era igual a estar cerca de Maricela, sobrina del Profe y mujer de la que estuve enamorado desde segundo de primaria sin que me hiciera caso alguno. Si yo me levantaba con ese trofeo, el de conseguir a nuestra voz oficial, tendría ya un punto a favor, y tal vez Maricelita me vería con ojos diferentes. Desesperado por no tener candidatos salí a caminar, a ver si en el andar algo se me ocurría. Y no se ocurrió nada, pero sí encontré algo. Mientras pensaba en las piernas de la sobrina casi choco con Pepe el loco, quien, como era su costumbre, saludaba con un “arde salú”. Ahí estaba mi candidato, la voz de Pepe el loco era gruesa, firme, varonil y clara. Antes de que se alejara lo alcancé para proponerle el trato y éste aceptó sin chistar ni pedir sueldo.

–No mames, cómo crees que Pepe el loco, si está loco –arengó el Profe– pero logré convencerlo cuando le expliqué la combinación de una voz con personalidad, cero salario y nada de grillas, pues Pepe el loco vivía en un mundo irreal, sin problemas con sus prójimos. Cuando hicimos la primera prueba todos quedamos sorprendidos, pues nuestra nueva contratación pudo decir el spot a la primera: “XERB Radio Bucio, trasmitiendo desde lo más alto de la montaña del Bajío con 500 watts de potencia”. –Ya ve, Profe, si Pepe está loco, pero no pendejo –dije– y enseguida busqué los ojos de la piernuda, quien me correspondió con el brillo de su carita redonda. Estaba hecho; yo, el flamante gerente administrativo de Radio Bucio, solucionaba el problema más urgente de la emisora, y sin desembolsar un solo peso.

Al mes de transmitir sin interrupciones, todo el pueblo se sentía orgulloso de su propia radiodifusora. No había negocio que no quisiera anunciarse ni señora que se perdiera las radionovelas que salían de dos a cinco de la tarde, señal que jalábamos de otra estación, ajá, sin permiso alguno. Incluso el jefe de Tenencia tuvo que pagar por sus mensajes, pues el noticiero de las siete comenzaba a exhibir algunos de sus sospechosos manejos financieros.

Pero más allá de eso, lo que cautivaba a los escuchas eran las intervenciones de Pepe el loco, que de dar la hora y hacer los spots pasó a tener su propio programa en el que recitaba poemas de su creación. Fueron tantos los patrocinadores para ese espacio que por fin hubo dinero para hacernos de un teléfono, que a partir de entonces no dejaba de sonar. –Has creado una estrella –me dijo el profe­– y otra vez la sobrina me miró con su carita de balón.

En Bucio dicen que lo malo se pega muy fácil. Un día, nadie sabe por qué, el Profe amaneció deschavetado. Agarró una bolsa de hule, la llenó con algo de ropa y abandonó el pueblo. No dejó instrucción alguna, así que supuse que yo era el encargado natural de dirigir la emisora. Como mera atención le consulté primero a la esposa, pues ahora ella era la dueña de la casa y por lo tanto de todo lo que allí había. –Pues adelante –cedió– pero también tienes que conseguir otra voz oficial, porque con Julio se fue Pepe el loco y mi sobrina Maricela.

Una semana después llegó al pueblo un licenciado, quien se identificó como funcionario de Comunicaciones y Transportes. Tenía órdenes de cerrar la estación por operar sin permiso, además de aplicar una multa que sería pagada por el dueño o director en turno de la misma. –La otra opción es embargar –añadió– y dos horas más tarde su camioneta estaba llena de discos de rancheras y boleros.

Dicen que Pepe el loco se casó con Maricela y que tuvieron dos hijos. Dos hijos sanos, cuerdos y bonitos. Que son muy felices, que son una familia ejemplar en un pueblo rodeado por árboles y pajaritos.

Que chingen a su madre.