9 de febrero de 2009

Adriana

Por: Salvador Munguía

Adriana era mejor conocida como La Pepina. Mujer robusta, mediana estatura, pies cortos, morena, de cabellos de estropajo, frente chica, ojos de chocho, nariz ancha, labios carnosos. Vivía en el último piso del edificio Allende. A un lado del edificio Rayón, lugar donde viví parte de mi niñez. La Pepina no tenía madre, fue criada y educada por su abuela, doña Mago, la del pozole. Yo era amigo de su primo Tony, un chiquillo gordo, chiqueado, fastidioso, malcriado, grosero, chillón y salvaje. Era su amigo, por tres motivos; por su sentido de generosidad hacía mí —me compartía parte del monto y me daba la confianza de administrar correctamente sus “domingos” que le regalaba su abuela y tíos—, me dejaba ver bañar a sus primas del DF cuando venían de visita, y contaba con los mejores juguetes del barrio —un par de videojuegos, un walkman contra el agua, wolkis tokis, espadas electrónicas, pero sin duda, lo mejor era la batería de su tío Silvio—.

Recuerdo ése sábado de gloria en que nos encontrábamos dentro del tinaco del edificio Allende, ahí estaba el Arañitas –su apodo venía por qué el viviendo en el tercer piso del edificio Guerrero, le daba por aventarse, una vez que sus padres comenzaban a discutir—, el Güichin, el Bofo, Whisken, el Güero, el Yayis, el Brujo, Tony y yo. Tony que de verdad era un niño insoportable, no dejaba de presumir su reproductor de música. El Guichin y el Arañitas tosiendo tras la primera fumada del cigarro que acababan de prender, por nuestra parte, ósea la mayoría, bebíamos las primeras caguamas. Al cabo de unas horas, y justo cuando estábamos por salir del tinaco, llegó la Pepina.

—No me invitan—, dijo ella.

—No empieces de puta Adriana—, contestó Tony.

—Lárgate de aquí, o le digo a mi abuela que ayer quemaste en la azotea a Yorch. —Yorch era el gato de la abuela, y que tanto estima le llegué a tener. Odié al maldito de Tony. De la mejor manera le pedí que se largara. Arremetió contra su prima.

—Pinche putilla. —Y agregó:

—Con razón te dicen la Pepina—. Un minuto después, se esfumó.

—Ahh con qué me dicen la Pepina—. Se hizo un silencio. Nadie respondía nada. Alguien tenía que dar la cara. Contesté en seco: —si, así te pusimos.

Ella rió y preguntó: — ¿quién vas por las otras? Yo invito.

Desde pequeño, siempre tuve carácter de líder, mi padre solía afirmar que de seguir así, llegaría a ser, o presidente de la república, o director de una importante empresa. Ninguna de las dos cosas sucedió. Lo cierto es que normalmente atendían a la mayoría de mis órdenes, así que le pedí a Whisken y el Bofo, que a la brevedad y sin contratiempos, fueran por las próximas caguamas.

Sus pesadas carnes entraron al estanque. Su figura desparramada envuelto en un vestido color blanco, lograba trasparentar sus enormes pezones color chocolate, del tamaño de los panes de Zinapécuaro. Desorbitados y excitados, veíamos frente a nuestros ojos los primeros pechos de una mujer de verdad, de —mucha— carne y —poco— hueso. Con algunos tragos encima, el clima dentro del tinaco comenzó a calentarse, la muchacha de hombros anchos y deformes, preguntó:

—Haber sí muy hombrecitos. ¿Quién será el primero que me dé un beso?

El Yayis que ya andaba medio pedo, contestó que él. Días después ya eran novios, con una diferencia de años, mientras que Adriana tenía 17, la mayoría de nosotros, incluyendo el Yayis, no rebasábamos los 12 años. A la semana siguiente, ya era la novia del Bofo. Pasaban algunos días, y el turno ahora era para el Brujo. Y así, hasta completar toda la lista de amigos. Nuestros padres no tardaron en prevenirnos de la susodicha. Recuerdo a mi madre advertirme:

—Ya escuchaste que a tu amiguito Whisken, lo encontró Don Rafa en el baldío con los pantalones abajo, y con la nieta de Doña Mago, la tal Adriana. Nomás que te vea ahí metido cabrón.

También el Arañitas que era el más tímido con las chicas, hacía alardes de haberse bañado en aquella tina color fierro, con la mencionada hembra. No sé en qué momento, comenzó un culto por la Pepina. La mayoría de mis amigos, no solo presumían y fanfarreaban, sino hasta se peleaban por estar con ella.

Una tarde lluviosa, donde era imposible jugar futbol, subí a buscar al gordo de Tony para que me invitara a darle batacazos a la batería de su tío. Afuera de su departamento, a la mitad de las escaleras, me encontré al Güero y al Brujo contando dinero. Uno al otro, se preguntaban: “¿Cuánto le cobraste?” “¿Cuánto te dio?” Y las respuestas eran casi las mismas: “solo me dio 20 varos la hija de la chingada”. “¿Y a ti?”...”me regalo el reloj de micky mouse de Tony, y 30 varitos.”

Al verme. Se asustaron un poco. Me vieron con recelo, ocultaban algo que ya me imaginaba. Pasé de largo y solo les dije:

— Quiubole putos.

Toqué el timbre tres veces. Me abrió Doña Mago. Ahí estaba ella, la Pepina, tirada como una morsa cansada, su cuerpo robusto ocupaba la mitad de la alfombra que cubría parte de la sala. Me miró sin hacerme mucho caso. No podía imaginar que tenía esa mujer tan espantosa, que era lo que causaba tanto alboroto entre mis amigos. Lo peor era que ése león marino, empezaba a convertirse en una obsesión, en un capricho. O mejor dicho, una sensación mixta: parte repulsión, parte atracción lasciva. Cómo era posible que todos mis amigos le hubieran metido mano, y yo —qué era el novio de Sandy, la niña más bonita de la unidad, y jefe de toda la palomilla— no.

Hay mucho de cierto, o todo, cuando dicen: “el que busca encuentra”. No solo iba a jugar mario-bros y a tocar la batería con él mata gatos de Tony, iba para ver a la Pepina. Pasados algunos minutos llegó mi hora, la esperada —en realidad eso de esperada es un decir, no lo estaba—. Atravesé la sala y me refugié en el cuarto del gordinflón de Tony, éste por su parte, chantajeaba y hacía berrinches a la pobre y buena de Doña Maguito. La Pepina fue tras de mi y se sentó a mi lado. Mientras tanto, yo le daba con bravura batacazos a la batería del tío Silvio. El engendro había decidido por fin, ir por el jefe, por el más valiente y viril. Me pidió que dejara de hacer escándalo, se acerco más y empezó a ensalivarme de manera chusca la oreja izquierda. Con voz seca y sin preámbulos, dijo:

— ¿Cuánto quieres si te dejas bajar los pantalones?

—No entiendo —contesté nervioso.

—Deja de hacerte pendejo, si ya sé a qué viniste.

—50 pesos está bien por el pantalón, —dije sin titubear.

—Todos son iguales. ¿Y por la playera y los calzones?

—Dame 100 por todo, los zapatos de fut de Tony…. y las baquetas de tu tío Silvio.

Enseguida mi cuerpo desnudo y frágil, estaba a merced del monstruo, que babeaba de placer.

No quiero que se me juzgue de vividor desde chiquito, ni mucho menos de pelafustán, pero tampoco podía postergar mi primera oportunidad. No haré una descripción detallada de los hechos. Agradable es lo menos que podría decir de aquella tarde de primavera. De poco sirvió mantener mis ojos bien cerrados, mientras ella introducía mi inexperto, casto, puro y apenado miembro viril entre sus piernas, para de ahí llegar al triangulo de las bermudas, que en nada se parecía a los que salían en las películas, que mas que triangulo parecía un salvaje potrero. Las imágenes llegan punzantes e incisivas, como olvidar sus malhechas, frías y aguadas nalgas, los grandotes panes de Zinapécuaro. Pero algo sumamente extraño ocurrió, cuando el acto carnal había concluido, tomó mi frágil cuerpo para repagárselo junto al de ella, de un lado a otro y con ritmos que solo ella escuchaba dentro de su cabeza, empezamos a danzar de manera tosca y chistosa, mi cabeza se encontraba justo entre sus enormes tetas, una posición parecida a un abrazo del oso, como me resultaba imposible mirar hacia otro lado que no fuera hacia abajo, mi mirada llegaba justo a sus grandes pies, lo que a continuación vi, fue surreal, aún no puedo precisar sí de verdad fue cierto, pero la Pepina tenía un dedo de más, un sexto dedo sobresalía del carnoso pie derecho, un dedo que parecía tener vida propia e independiente, que incluso, bailaba su propio ritmo, a go-go, o algo por el estilo. Un dedo poseído o drogado por un hongo alucinógeno.

Sin exagerar, hasta la fecha, algunos recuerdos invaden mi cabeza, causando repulsiones y escalofríos de vez en cuando, más sí el recuerdo, es el maldito dedo, su sexto dedo retorciéndose como loco. De algo estoy agradecido con la Pepina, me despertó las ganas para con Sandy, y las cosas que debía y no debía hacer. Pero esa es otra historia.

Algunos años después, quizá dos, la Pepina se fue con el peluquero, un hombre maduro, como 30 años mayor que ella. Quizá se canso de las mal cogidas con escuincles.

En fin, lo cierto es que a la Pepina, fue a la mujer, a la cual le entregue mi cuerpo, aun virgen, inmaculado y tierno. Por 100 miserables pesos. ¿Alguna da más?

….

En una noche de copas, perdí mi coche, o mejor dicho, no recordaba dónde lo había dejado. Tomé un taxi. El rostro del conductor me era familiar. Él me volteo a ver, y dijo:

— ¿Chava?

— ¿Arañitas?

—Él mismo, —contestó de manera tajante.

Antes de llegar a mi destino, nos acordamos de La Pepina, le pregunté cómo había sido posible, qué la mayoría de nuestros amigos de la infancia perdimos nuestra virginidad con ese manatí, y agregó algo que hasta la fecha me sirve de consuelo:

—Mi querido Chava, me he cogido peores, y me toca hasta pagar.

Nos despedimos, no sin antes cobrarme de manera desproporcionada la “dejada”. Nunca más supe de él