23 de marzo de 2009

Un día en la vida


Por: Salvador Munguía

Cuánta tristeza se respira en este bar. Me dirijo a la parte de arriba, hay una terraza por donde el aire refresca un poco la pesadez del ambiente. Intento ocupar otra mesa que no sea la misma en las que mis nalgas se han sentado los últimos 4 años. Le pido a Luzma me suba dos vodkas tonics. “¿Quieres que te acompañe?”, pregunta. “No, gracias”, le contesto. La otra semana, o ¿hace 3 días? le pedí que no se fuera. Que si me hacía el favor de sentarse a mi lado, que yo me encargaba del “Güero”, el dueño. No sé por qué quiere acompañarme, no recuerdo haber mantenido una amena charla, no hubo una caricia, no reímos, ni siquiera le di dinero, salvo la propina.

Conozco este lugar desde mis días como estudiante, y pocas veces he visto un guiño de alegría, una carcajada sonora. Afortunadamente aquí no importa si juega la selección, si es el clásico o 16 de septiembre. Aquí todos los días son iguales. Bendita monotonía. Pareciera que los días aquí no transcurren, de hecho desde que tengo memoria, el reloj viejo colgado atrás de la barra, marca la misma hora, 11:14.

De qué se ríen. Qué celebran. Si por algo vengo a esta pocilga es porque existen seres más amargados que yo. Hombres y mujeres que les pesa vivir, que cargan tristeza y melancolía en el lomo. Que gracias a cuchitriles como éste, beben y encuentran serenidad, paz y calma. ―Qué sería de la humanidad sin una cantina, sin un bar, sin una taberna, sin un congal, sin un putero. No quiero imaginarlo. Estaríamos llenos de locos y asesinos. De por sí―.

Es por eso que me molesta encontrarme con gente extraña, y sobre todo con gente escandalosa. Aunque nunca he cruzado más palabras que no sean “buenas tardes”, “salud”, “está ocupado”, “qué tal”, “hasta mañana”, de cierta forma nos conocemos todos los que habitualmente bebemos en esta cantina, o bar, o lo que sea. Ocupamos los mismos lugares de siempre. Aquel que está junto a la maceta de aralias, el de traje gris, es Don Isidro, sólo sé que fue director de la policía en los 80s. El recargado sobre la barra, de chamarra de pana café, es el profe Artemio, fue mi maestro de econometría en 6° semestre, un culero por cierto. El mugroso de mirada perdida, que está al costado de la rocola, es Víctor, “el mente en blanco”, lo apodan, un exburócrata del ayuntamiento, quedó loco después de encontrar a su mujer fornicando con su perro, un pastor alemán. “El Tacos” es el barman, aquel otro de la mesa del fondo, es el dueño, “el Güero”, siempre haciendo cuentas y contando dinero. Arriba como compañía tengo a dos sordomudos lacras y gandallas, el “Tun-tun” y el “Chaleco”, tantas señas y ruidos raros me molestan, pero me he acostumbrado a ellos. A los demás no los conozco por nombre, ni apodo, pero sí por su oficio: los mariachis, los payasitos, los fayuqueros, etc.

Maldita sea, han subido los “turistas”, los desvergonzados, ―los odio, qué se creen―. Tienen facha de estudiantes, son escandalosos, ruidosos, fachosos. Se la han pasado quejando de todo: del servicio, del baño, del piso, del olor. He escuchado al más fantoche, un pecoso de pelos acanelados burlarse de una de las meseras. Ganas me sobran de sacar el cuchillo que mi abuelo me regaló, un wüsthof alemán, cuchillo chuletero le llaman (por su hoja extra-afilada, ideal para cortar carne), lo traigo atado a mi tobillo izquierdo, en una funda de piel que mandé hacer. Lo he utilizado solo aquella noche, aquella funesta noche que Karina me mandó al carajo, aquella noche que me pidió olvidarla y dejarla en paz; la misma noche en que perdí la cabeza, que después de unos tragos, después de unas líneas, después de caminar algunas horas hasta llegar cerca del mercado Santo Niño, por ese callejón maloliente. Cuando a mi camino se acercó un vago, me pidió no recuerdo si 5 o 10 pesos, caminé más aprisa intentando evitar aquella molestia. El vagabundo insistió, me di media vuelta, me incliné un poco hasta mi tobillo izquierdo, con calma saqué el cuchillo que mi abuelo me regaló, empuñé con fuerza el mango, sin indecisión le encajé primero una, hasta retorcer sus cocidas tripas, después una y otra vez, cerca de 10 precisas puñaladas. Un hilito de sangre salía por la comisura de su boca, un olor agrio insoportable se desprendía de aquel cuerpo inerte. Fatigado caminé buscando donde pasar la noche. El hostal Allende fue la mejor opción. Dormí como hacia mucho tiempo no ocurría. Un descanso descomunal. Por dentro un alivio inigualable, una satisfacción única recorría mi espíritu.

Por qué no sé largan. Me extraña que “el Güero” no les haya pedido que se retiren. Está por cerrar, y normalmente deja a los clientes de siempre. El “show” ha empezado, si a eso se le llama “show”, es patético. Las meseras en lugar de portar sus mugrosos uniformes, lo cambian por unas prendas que exponen sus aguadas carnes. El bar ahora es más oscuro, al fondo solo una luz amarilla refleja los cuerpos lamentables de sus bailarinas, la canción no logra prender a las “estrellas” de la noche, se menean cansadas, afligidas, desdichadas. Los espectadores tampoco salimos del letargo, bebemos como si nada ocurriera, excepto los mugrosos esos que no dejan de gritar sandeces. Aquella de pelos esponjados y espalda rechoncha es Laura, que junto con Luzma, Lorena, Alejandra y Rosa, son meseras por el día, por la noche, una vez que las cortinas se bajan, amenizan esta pocilga. Lo de amenizar es una ironía, porque los ánimos no cambian, son los mismos, sombríos, lúgubres. Es el momento para Luzma, es la menos peor, la más joven. Baila sin ritmo, sin cadencia. De pronto, otra vez el maldito pecoso, el fantoche de los estudiantes ha vuelto con su desmadre, grita injurias, que le pasa al “Güero”, por qué no lo saca. Ha terminado el espectáculo decadente de Luzma, viene a decirme con voz indiferente, que el “pecoso” le metió la mano en el culo. Doy el último trago a mi vaso de vodka, revisó en los bolsillos de mi saco si aún quedan restos de coca, pero nada. Veo levantarse al pecoso de su lugar, lo sigo con la vista, va hacía el baño. De inmediato me paro, entro con discreción, el pecoso voltea a verme, con un movimiento de cabeza intenta saludarme. Vuelve ha darme la espalda, mientras continúa orinando. Discretamente cierro la puerta, hábilmente saco el cuchillo que mi abuelo me regaló, un wüsthof alemán, cuchillo chuletero le llaman, lo espero a que termine, me ve sorprendido, asustado, ha empezado a pronunciar palabras incoherentes. Me dirijo hacia él, camina de espaldas, alcanzo a escuchar: “qué quieres, dinero no tengo”. Contra la pared, acerto el primer y único cuchillazo en la pierna, cerca de la arteria femoral, una herida ahí es mortal, y más si haces palanca de arriba a abajo, se desangran en cuestión de minutos, chilla como puerco, grita y patalea, nadie lo escuchará.

Se ha tranquilizado, suda descomunalmente, respira con trabajo, su mirada lastimosa me suplica piedad y clemencia, ―a ver, intenta pararte e intenta agarrarle el culo a cualquiera de las chicas, sigue carcajeándote, quejándote del lugar, sigue bailando como energúmeno, que sumisos e indefensos somos cuando no está llevando la chingada―, todo eso pienso mientras lavo con agua tibia el cuchillo.

Salgo a pagar la cuenta. Con un beso en la frente me despido de Luzma. Le doy mis últimos 300 pesos que me sobran. Afuera ya es de madrugada, latigazos de frío se estampan en mi cara.