23 de julio de 2009

Celia


Por: Salvador Munguía




¡Soy un monstruo! ¡Amante de nadie y de nada!

¡Sin amar ni ser amado!

Philp Roth



─ Lo sabía−. Una vez que di la vuelta y me marché, volvió a reiterar con un tono estremecedor: “lo sabía”.

Fueron las últimas palabras que me dijo Celia. Al día siguiente me fui de Santiago de Compostela.


Soñé, más de alguna vez, como sería la primera mujer europea con la que tendría alguna aventura amorosa, pasional, carnal o de la que fuere. La soñé de rubia caballera, alta, esbelta, de cintura breve, de vivos y grandes ojos azules, de tez pálida, con dos hermosas y firmes tetas, con un magnifico culo, acento de algún país nórdico y completamente desconocido para mis oídos. La mujer del sueño, no era una mujer cualquiera, no solo era hermosa, además, se trataba de una mujer, tierna, dulce, educada, bondadosa, inteligente, respetuosa, culta. −¿Existirán ese tipo de mujeres?−. Pero pocas veces, o casi nunca, un sueño se convierte en realidad. Y mi sueño estaba lejos de cumplirse, al menos por ahora.


─ Dejaos de tomar fotos. – Escuché a mis espaldas.

─ ¿Tiene algo de malo?, ¿Quién eres tu? –Gruñí, inmediatamente.

─ No, pero eso dejaos para los japoneses, además que le ves a esta monstruosa catedral. – Reí por compromiso. Ella continúo:

─ Párate ahí, dame tu cámara, yo os tomó una, – respiré hondo, y se la di- ahora di, pa-ta-ta. –carajo me sentí un gallego, ósea un idiota, repitiendo patata.

─ Muchas gracias, debo retirarme. Hasta pronto.


Me arrepentí de inmediato de haberme salido del bar, donde media hora antes, tranquilamente me encontraba. Caminé en busca de algún lugar cercano, tenía hambre, sed y fatiga, –caminar es una actividad, o mejor dicho, una cualidad que no poseo –, mi intención era comer un ligero bocadillo, beber un par de cañas y regresar a descansar a la casa donde provisionalmente estaba viviendo. Ya dentro del bar, volví a escuchar la misma voz atosigante.

─ Tienes cara de hijo de puta.

─ ¿Y como es eso?

─ Como la tuya.

─ Posiblemente tengas razón.

─ ¿Cómo te llamas?

─ Salvador, ¿y tú?

─ Celia.

─ Mucho gusto, –dije. Dos besos en nuestras heladas mejillas confirmaron nuestra presentación.


Celia es una mujer atractiva, no es muy guapa, no es rubia, no tiene la cabellera rubia, no es de ningún país nórdico, respetuosa no lo fue, habla español, –y obvio, gallego–, es esbelta, pero sus movimientos de cadera, su forma de caminar y mover las manos, la hacen realmente encantadora. Es una mujer que no pasa desapercibida. No tiene lo grandes ojos azules, pero en cambio tiene unos pequeños y hundidos ojos color miel. Es mediana de estatura, sus tetas son pequeñas, como un par de limoncillos, pero posee unas firmes, duras y bronceadas piernas, y lo mejor; un culo maravilloso. Viste como muñeca de aparador o como cualquier otra mujer que trabaje en alguna tienda de ropa chic. A veces los prejuicios me persiguen y a simple vista, Celia me daba la impresión de ser una chica superficial, altanera y no muy cuerda. Tierna, bondadosa y culta, es lo menos que a simple vista refleja. Y creo que no me equivoqué.


Antes que las preguntas y tanta palabrería diría inicio, bebí mi cerveza con rapidez, tenía jaqueca y no tenía ganas de conversar, muchos menos tratándose de una desconocida. – ¿Cómo sabía sí no tenía intenciones de acuchillarme? –.

─ Me debo de ir, tanto gusto.

─Malditos colonizadores, ¿acaso no les enseñaron buenos modales, debieron educar a mexicanos déspotas como tu?... hostia tío.

─ Jaja. –Reí, su sinceridad y franqueza me hicieron tomarme las cosas con mayor paciencia.

─ Os propongo algo, –dijo ella. ¿Por qué no vamos por unos tragos tío?...pasamos por una amiga que está por salir del café donde trabaja, y posiblemente, hoy sea tu día de suerte. –Volví a reír estúpidamente-. Y acepté.


La propuesta no sonaba mal, llevaba un mes en Santiago y el tiempo se me había ido en nada. Me había refugiado el la tranquilidad de este pueblo intentando escribir algo digno, algún cuento valioso, alguna crónica interesante, algunas reflexiones decorosas, o por qué no, las primeras líneas de una novela que ha estado constantemente martillando mi cabeza, pero lo único que llevaba hasta ahora, eran unas cuantas e insignificantes líneas.


De mi bolsillo sustraje un par de aspirinas, las tragué con el último trago de cerveza, pagué la cuenta, y nos largamos. Durante el camino, Celia me resumió su vida. Había sido enviada de regreso a Santiago por ordenes de sus padres, se había metido en un lío con un tipo mayor en Barcelona. Detestaba vivir aquí, en Santiago, “Santiago es un jodido pueblo de piedras y agua”, decía. Sus padres vivían separados. No estaba muy cuerda. No era muy brillante, –no es ningún mito que los gallegos son retraídos, por decir algo decente-. No le paraba la boca, eso no es lo peor, lo peor de los gallegos, es que su español es pésimo, hablan rápido, a veces mezclan el gallego, otras suenan como si estuvieran hablando portugués, pero con acento español, ¡joder! Así que, existían lagunas en nuestra conversación. Yo daba por avalado algún tema o alguna pregunta, sin entender de lo que se trataba. Cuando llegamos al restaurante por la amiga, resultó que no estaba. Ya lo presentía, desconfiaba cada palabra, cada movimiento, cada suspiro, todo. No podía correr con tanta suerte, además ¿por qué debía confiar en ella?


─ Bien, no está. Que hacemos, ha empezado un chubasco. Nos metemos a otro bar, o mejor me llevas a un lugar más tranquilo, donde solo estemos tú y yo.


Atravesamos la rúa de San Francisco, después llegamos a la rúa dos Castiñeiros, hasta encontrarnos con la rúa dos San Roque, para ahí caminar por la cuesta que conduce hasta el barrio de Guadalupe, donde yo residía.

Una ligera pero constante lluvia empaparon nuestros cuerpos, nuestras ropas. Al llegar, le ofrecí una playera seca. Después fui por tequila que había dejado a la mitad.

─ Joder tío, me quieres poner borracha o me quieres follar.

─ No tienes que beber sino te apetece.

─ ¿Y follar?

─ Es igual.

─ Quiero que me folles, con la condición que lo hagas despacio, hagámoslo como si nos amaramos.


Carajo, las mujeres ¿acaso premeditan las palabras?, o ¿son tan espontáneas como para decir semejantes palabras?


Se inclinó sobre la silla del comedor, con sus pies quitó uno y después otro de sus tacones rojos, enseguida desabotonó su pantalón entalladísimo color negro que resaltaba su culo hasta quedar en unas lindas y rayadas bragas en colores negras y blancas, por debajo de “mi” playera hábilmente aflojó y después se deshizo de su brasier, recogió su cabello, voltio a verme, y dijo:

─ Es tu turno mexicano.

Cuando estaba por terminar de desabotonar mi camisa, se sentó sobre mis piernas, bajé sus bragas, segundos después, me empotré muy dentro de ella. No tenía la habilidad de una diosa sexual, podría decirse que era torpe, precipitada, arrebatada, ninguna pericia acrobática fuera de lo normal. Pero con algunos ejercicios, y práctica, podría mejorar, sin duda. Algo me impresionaba, me molestaba, mejor dicho, y era que ni durante el sexo le paraba la boca, fumaba como retrasada mental, balbuceaba, gemía, gritaba, hablaba, creí escuchar que hasta cantaba.

Cuando me corrí, y ella hizo lo mismo –eso creo-, me dijo que me amaba. Preguntó que si yo la amaba, contesté que no, “apenas nos conocemos”, dije.

─ Y que, no se necesita conocer a alguien 30 años para amarlo.

En eso tenía razón. Pero mi respuesta fue contundente.

─ No, no te amo.

─ ¿Pero lo intentarás? Promete que lo harás.

─ Ok, lo intentaré.

Como mencioné antes, “normal” no estaba. –¿Pero quién lo está?- Y mejor valía seguirle la corriente. No quería aparecer en los titulares: “Joven mexicano muere asfixiado por su amante, mientras dormía”. Los tequilas adormecieron el cuerpo y la lengua y energía de mi gallega compañera. Por la mañana me levanté a preparar de desayunar. Y ahí cometí el primer gran error, –¿cómo era posible que con una noche, y yo ya estaba preparando y compartiendo algo tan sagrado como los alimentos?, y con una desconocida. Porque una cosa es compartir un pedazo de colchón, que a nadie se le niega, y otra muy distinta, es compartir la mesa–. Cociné unos huevos estrellados, preparé un poco de café, y lo llevé hasta la cama. –Maldita sea, que error–. Ella despertó, estaba sorprendida, se levantó y se recargó sobre la cabecera de la cama, con sus grandes y hundidos ojos color miel, me vio durante unos segundos, –para mí fueron minutos, horas-, e hizo una mueca para que me acercara hacia ella, en mi oído, susurró:

─ Ves como no será tan difícil empezar a amarme. Yo ya te amo o si prefieres escucharlo en gallego: ¡eu xa che amo!

Me parecía una afirmación, obviamente vacía, sin sentido, sin razón de ser. ¿Acaso esta mujer cree que los mexicanos somos una raza de crédulos, de tontos, que cualquier cosa que nos digan lo creeremos? O, no se da cuenta que tales sentencias son fuera de lugar. ¡Apenas es una noche!, ¡una!, ¡¿Cómo es eso posible?! ¡Joder! ¡Que impertinencia!

Retiró el plato, lo acomodó a un costado de mi cama, lentamente se fue acercando, yo estaba en el borde la cama, trataba de terminar mi café, tomó mi taza y la puso sobre un viejo buró, enseguida se inclinó frente a mi hasta quedar sobre mi regazo, puso una almohada en el suelo sobre sus rodillas, bajó mis calzones, y me poseyó con su boca, y ¡oh Dios mío, que boca, que labios, que forma de usar la lengua, que manera de morder. Sus verdaderas cualidades no eran follar, eso había resultado obvio, pero una cosas es follar, y otra es lamer, succionar, chupar, tragar.

El resto del día fue lo mismo, coger no muy bien, y ella lamiéndome excelsamente. Entre los intervalos, lo que mejor recuerdo fue cuando me preguntó si alguna vez había tenido sexo con otro hombre, contesté, “no nunca, y si tu otra pregunta es, si me gustaría, mi respuesta es la misma; no nunca”. El tema sobre perversiones y fantasías continuó, ella me preguntó: si quería saber si había tenido sexo con alguna otra chica, “no me interesa”, dije. “Hostia no seas tan gilipollas”. “Bueno, has tenido sexo con chicas”, –pregunté-, “no, solo me he besado con chicas”. “¿Te gustaría”?, “Siempre que tú también participes”, -dijo.


Celia (segunda parte)


Finalizado este tema, volvió a vestirse, prendió su móvil, hizo cara de sorpresa. Me dijo que se tenía que ir, que después me llamaba. Y agregó:

─ Te amo, no me abandones. – Me besó sutilmente en los labios, y se fue.

Una semana después el teléfono sonó, era Celia:

─ Hey mexicano, que haces.

─ Escribiendo idioteces.

─ ¿Sigue en pie, lo de la chica, tu y yo?

Un silencio se apoderó de mí.

─ Hey, contesta, sino quieres no. O sino se te antoja, podrías estar solo de mirón.

─ Ok, donde nos vemos.

─ ¿Tienes en dónde anotar?


Nunca antes en mí promiscua vida, había tenido la oportunidad de participar en un trío sexual. Mi sueño desde adolescente estaba por cumplirse. Cuantas veces me masturbé de joven imaginando 2 chicas tocándose, mientras yo, primero las veía acariciarse, para minutos después, unirme a la pequeña orgia.

La cita era un viejo, elegante y lujoso hostal, en la zona vieja de Santiago, el lugar se llamaba, “Hostal Reis Católicos”. Nuestra compañera, era una polaca, amiga de Celia, no era la gran cosa, estaba algo pasada de peso, pero tenía unas tetas hermosas y grandes, lindos ojos, color verde, era una simpática pecosa, de abundante cabellera pelirroja. No hablaba español, se comunicaba con Celia en alemán. No entendía nada, pero eso aumentaba mi libido. Compramos un par de botellas de tintos y un poco de queso. La polaca sacó de su bolsillo hachís y fumamos un poco. Después de la primera botella, Celia le dio un beso en la boca, la polaca respondió, su larga lengua polaca lamió el cuello de Celia. Enseguida Celia se llevó el dedo a su boca, lo ensalivó y lo introdujo en la vagina de la polaca. Mi excitación incrementó, la polaca fue a mi encuentro, desabrochó mi pantalón, Celia torpemente me quitaba los zapatos, la polaca se recostó por debajo de mis huevos y me dio suaves lengüeteos, Celia me besaba la boca. Ahora la polaca y Celia se besaban, y las dos se acariciaban los senos, se susurraban cosas al oído, se reían, me reía, todo era maravilloso y feliz. Mi cuerpo ardía de calentura. El hachís comenzaba a tener efectos en mi cabeza, todo se movía lentamente, los cuerpos se derretían, el desenfreno sexual nos había abrazado con frenesí. Metí mi pene circuncidado, tres, cuatro, cinco, seis veces, lo saqué y lo volví a enterrar en otro boquete, me corrí, ¿dónde? No lo sé. Después lo supe, y no había sido precisamente en el coño de Celia. Dormimos los tres hasta al medio día siguiente. Celia despertó con un humor insoportable. Algo le dijo a la polaca, ésta se vistió y se largó. Intenté dormitar unos minutos más, pero fue imposible, Celia me increpó diciéndome que si ya estaba contento de haber fornicado con su amiga.

─ Os hubieras visto, no dejabas de besar y tocar a Edyta, −hasta ahí supe el nombre de la polaca-. ¿No os son suficientes mis tetas y mi culo?, ¿por qué me haces esto? Vete a la mierda, no os quiero volver a ver. −Y extendió los insultos, esta vez más divertidos:

─ ¡Malditos mexicanos. ¿Acaso que se creen?... Os recuerdo que nosotros somos los civilizados, los con-quis-ta-do-res y vosotros los co-lo-ni-za-dos…. los jodidos indios!

─ Jaja, -reí sin parar, carcajadas brotaban desde el fondo de mi garganta-. Jajaja eres muy chistosa Celia, y sabes algo, ve a ver un doctor, no estás bien de la cabeza.

─ Pero por qué me haces esto, ¿no te gusto?

─ Deja de decir idioteces, tú fuiste la de la idea, por que me culpas, ¿y si tenía ganas de metérsela a la polaca, qué? ¿Apoco tu te quedaste con las manos cruzadas?

─ ¿Pero os gustó más ella?

─ Claro que no.

─ Y no me abandonarás, verdad.

─ Deja de pedirme esas cosas Celia, yo estoy aquí de paso. No puedo prometerte algo que no puedo cumplir.

─ Llévame contigo.

─ Tampoco tengo la respuesta a tu petición.

─ Por favor, yo te amo.

─ Deja de decir estupideces.

─ Eres un engreído, hijo de puta. –Y sino me agacho, me estrella un plato sobre mi cabeza.

─ ¡Celia, no hagas estupideces, que carajos te pasa!

─ ¡Lárgate de aquí, eres igual a todos, veteee!


Después de ese día, sabía que no debía ver más a Celia. Estaba loca, desorientada, perdida. Durante días, intentaba escribir, pero sin conseguirlo. Recordaba viejos amores, y una pregunta rondaba insistentemente, ¿cómo era posible que siempre me relacionara con este tipo de mujeres, atormentadas, inseguras, desequilibradas? ¿Por qué no me relacionaba con mujeres incontaminadas? Aunque a decir verdad, las había tenido, chicas listas, sencillas, cultas e inteligentes, pero tampoco dieron resultado. Que razón tiene el viejo de Philip Roth al escribir: “¡Que antinatural puedes ser la relación entre dos personas!”


Pasada una semana. Celia llego a mi casa.

─ Te invito al cine.

─ No gracias, estoy ocupado.

─ Bueno, a comer.

─ Ya comí.

─ Vine a pedirte una disculpa por mi actitud.

─ No hay problema Celia. Pero lo que menos necesito es esto.

─ Pero tú lo arruinaste.

─ Lo que tú digas Celia.

─ ¿Ósea que no te importo?

─ Joder… yo no hice nada, tu fuiste la de la idea, además te recuerdo que me aventaste un… -no me dejó terminar la palabra, se abalanzó sobre mis rodillas, bajó el cierre de mi pantalón, “estás loca, Celia, que intentas hacer”, pero ella seguía, poseída, enloquecida, sin importarle que nos encontrábamos fuera de mi casa, “levántate de ahí”, “quiero chapártelo” exclamó. Y otra vez caí vencido. -Odié mi vulnerabilidad y flaqueza-.

Las semanas, y los días siguientes fueron iguales: salíamos por ahí a comer, al cine, a caminar, a beber, nos encerrábamos en mi casa a tener sexo, algunas veces le leía, intentaba tranquilizar esa mente perturbada a través de algunas lecturas, de poesía, pero cuando todo parecía ir bien, una mecha se encendía dentro de su cabeza, y, enloquecía, ¡carajo! y vaya que enloquecía, se deschavetaba, me insultaba, me maldecía, se maldecía ella misma, arrojaba cosas…y después, no deja de lamentarse, de decirme cuanto lo sentía, me pedía perdón con lágrimas, llanto y toda la cosa. Esta era una mujer atormentada, caprichosa, necesitada de mucho afecto, y yo no tenia ni el tiempo, ni las ganas de lidiar como semejante paquete. Bueno no todo fue así. Hubo fines de semana tranquilos, normales. Uno de esos fines, me llevó a conocer algunos pueblos cercanos a Santiago, fuimos a Vilagarcía, un puerto gris, sin chiste, −es uno de los puertos principales por donde entra la mayor cantidad de cocaína a territorios españoles, y con un porcentaje altísimo de adictos- ahí Celia compró un poco de polvo, yo otro tanto de hachís, fuimos a la fría y sucia playa, yo me tiré sobre la granulada arena y fumé un poco, Celia bailoteaba algunos pasos de Muñeira, no lo hacía mal, solo que estaba muy drogada y no paraba, desnudó su torso y orgullosamente mostraba sus piloncillos al aire. Nuestro siguiente destino fue Caldas de Reis, donde su padre tenía cabañas en renta. Ahí pasamos nuestros mejores momentos, días soleados, agradables, ¡tranquilos!, ¡estables, sin pelear siquiera un minuto!, −creo que estoy exagerando, hubo altercados, pero esos cualquiera los tiene-. Esos “estupendos” días mi corazón se ablandó, mis buenos sentimientos salieron a flote, los había mantenido guardados durante meses; compasión y ternura, cariño y paciencia, es más, creo que, esos fines de semana llegué a considerar la posibilidad de deber amarla, de deber soportarla. Pero constantemente me preguntaba ¿Qué hacía con esa mujer? Sabía que los días estaban contados, no habría más de lo que fuera que teníamos entre Celia y yo.

Parte del carácter de mi joven amante, fue gracias a las comodidades, lujos y caprichos del padre. El padre había cambiado a su madre por una joven amante, y vivía en un constante remordimiento, intentaba lavar sus culpas concediéndole cualquier capricho a su rejega y única hija. Y ahí me encontraba yo, y ese yo, era un pobre diablo que se vino a Europa para librarse de viejos y enfermos amores, que se autoexilio en el viejo continente para pelear de tu a tu con su pasado, con sus demonios y, volver a empezar, o, por lo menos, intentarlo. Pero no, estaba volviendo a caer en el hoyo del que estaba intentando huir, estaba regresando a ese maldito círculo vicioso, al que todos caemos a la primera oportunidad presentada.


De regreso de Caldas de Reís, la perturbada cabeza de Celia volvió al ataque:

─ Presiento que te vas a ir, y me dejarás.

─ Celia nunca te he dicho que me quedaré. Vine a Europa sin ninguna expectativa, ni plan, pero créeme, que tener una relación es lo menos que necesito, por ahora.

─ ¿Y lo que tenemos, cómo se le llama Sr. Insensible?

─ Pues… no sé…es…una relación amistosa, sexual.

─ Bájate de mi coche, yaaaa, bájateee, lárgateeee… ¿que os crees? No entiendo nada, me has chupado, me haz follado, os he besado noches enteras, os he entregado todo, ¡¿por qué eres así, por que?! ¡¿Qué necesitas?! ¡¿Qué quieres?!

Intenté tranquilizarla, bajarme ahí, me iba a costar ca minar kilómetros hasta Santiago. Pero fue muy tarde, aventó mi maleta por la ventana de su alfa romeo, -rojo, dos plazas, clásico-, y bajo una tupida e incisiva lluvia, caminé y caminé y caminé. Ahí recordé a los peregrinos que durante todo el año, vienen a visitar estas tierras, con el fin de recorrer el famoso trayecto, que siglos antes caminó el apóstol Santiago.


Durante una semana Celia insistió en llamarme día, tarde y noche. Vino a buscarme un par de veces, pero no abrí la puerta. Hasta que se cansó. Unos días antes de irme de Santiago, recibí un mensaje de texto de Celia: “Mi madre ha muerto. La estaremos velando en el cementerio Boisaca, me encantaría que me acompañaras”. −Carajo, ¿cuándo podría deshacerme de esta mujer-? ¿Y si era un truco para volver a caer? ¿Alguien será capaz de mentir con tal irresponsabilidad? ¿Y si, si es verdad y la madre si “colgó los botines”? O mejor aun, ¿y si tiene preparada alguna coartada para matarme y enterrarme ahí mismo? Posiblemente en su inadaptada mente ha imaginado un trágico final para su “amante insensible” ¿O Celia será un karma que estaré cargando y pagando por el resto de mis días?


Pensé en la soledad de aquella alma desorientada. Que yo supiera no tenía grandes amigos, ni alguien en quien pudiera confiar. Una generosidad me embargó y acudí al cementerio. Al llegar, una atmósfera de indeferencia y frialdad embargaba aquella sala, no parecía que alguien hubiera muerto, se escuchaban murmullos por cada rincón, un grupo de jóvenes reían cautelosamente, dos señoras rezaban, otros más fingían solemnidad. Me deprimí estar en ese lugar, la sala estaba oscura, solo unos cirios alrededor del féretro daba un poco de luz, un pesado olor a flores en toda la habitación lo hacía mas insoportable. Caminé hacia la cabecera del féretro y ahí estaba ella, vestida totalmente de negro, un vestido entallado resaltaba sus nalgas, −lástima que arriba le hacía falta relleno- se veía hermosísima, como nunca antes, junto con ella estaba su padre y una mujer joven, −supongo que la amante-. Cuando me vio sus ojos color miel brillaron, sus manos envolvieron mi cuello, “sabía que vendrías, no sabes como os extrañe, vida”, -dijo. Al cabo de dos horas la sala se fue vaciando. El padre de Celia se acercó para decirle que iba a tomar una ducha y descansar un poco. En la sala solo quedábamos, Celia, su madre que yacía muerta, y yo. Un frío despiadado entumió todo mi espíritu. El silencio era aterrador. Celia dormitaba en mi hombro. Cuando despertó, me dijo que por más esfuerzo, no había podido llorar, “finjo sentirme mal y triste pero no lo consigo, solo me siento como si todo fuera un sueño y yo estoy flotando”, -dijo. No contesté nada. “¿Cuándo te vas?, preguntó, “Mañana”, -contesté. Besó mi cuello con una ternura desoladora. Tomó mis manos y las llevó a sus nalgas, después a sus tiernos y frágiles pechos. Besé sus labios. Ella levantó su vestido negro, bajó sus bragas, bajé la mitad mi pantalón, se montó sobre mí y la penetré lentamente, como ni nos amaramos, sus gemidos retumbaron en el cuarto funerario, nos miramos a los ojos mientras intensamente nos amábamos, dos animales desamparados amándose en una sala funeraria. Quise morir en ese instante, imaginé un lugar en el mismo ataúd de la madre, quizá a un costado y Celia al otro. Celia comenzó a llorar, sus ojos hundidos color miel se llenaron de lagrimas, me abrazo con fuerza, hice lo mismo. También mis ojos se inundaron de lágrimas, un nudo en mi garganta me atormentaba, quería llorar con fuerza, con arrojo. Pero no lo hice. Celia me dijo: “vete ahora… lo sabía, vete”. Y volvió a reiterar con un tono estremecedor: “lo sabía”. Quise decir algo, darle un último abrazo, no fue posible. Me retiré y caminé a través del oscuro panteón Boisaca, el aire era picante. Mi corazón ardía de angustia y de ira.