3 de noviembre de 2009

Clarita (segunda parte)


Por: Salvador Munguía

―Clarita, lo mejor sería que... ―no me dejó terminar la oración, cuando con todo el peso de su cuerpo se abalanzó sobre mí. Una lengua rasposa lamió mis mejillas hasta encontrarse con mi boca. Cerré los ojos e intenté imaginar que besaba otra mujer, a Lorenza, a Karla, a Celia, a cualquier otra, pero no a Clarita. Fue imposible. Clarita todo lo hacía como si tratara de una pelea de lucha libre. Me abrazaba con fuerza, con torpeza, con violencia. De vez en cuando me pellizcaba las nalgas o entre la pierna. En otras ocasiones, se recostaba encima de mí, pero al ver que me costaba respirar, me sujetaba por la espalda y me sentaba como un niño chiquito entre sus piernas. Pronto se bajó el vestido, vi unos prietos y endurecidos pezones, más abajo se abría un agujero redondo parecido a un respiradero, un ombligo tan profundo como el mar, y más abajo fue inevitable ver la selva, una selva negra, salvaje, mal podada, húmeda. Al saber que no tenía alternativa, y desde un punto de vista de generosidad y agradecimiento, y claro, sin pensarlo dos veces, me bajé el pantalón y los calzones de un tirón. Clarita se puso como loca, con su mano regordeta, pequeña, suave, comenzó a acariciarme, esta vez con mayor sutileza e incontrolablemente se me empezó a endurecer como una piedra, me sentí confuso, turbado.
Otra vez tenía dificultad para respirar, mi visión se redujo violentamente. Y, el tiempo se detuvo. Le abrí las piernas de roble, le bajé las bragas, unas bragas del tamaño ―y del mismo material― del mantel de mi mesa. Con una mano, apreté sus pezones erectos y prietos. Posteriormente me introduje en la selva. Fui hasta dentro, a los más hondo de aquella negrura. Mientras a ella, a Clarita, se le engrandecían los ojos. Jadeaba como barco de vapor. Me engullía, me apretaba, me sujetaba. Volví a cerrar los ojos con fuerza y me concentré en no pensar en lo sucedido. Me llené los pulmones de aire fresco y me retiré de Clarita. La miré fijamente, pero Clarita seguía extasiada, continuaba jadeando. Me paré y fui al baño. Me eché agua en la cara y me vi por unos segundos en el espejo. No supe qué decirme. Regresé intentando dar una explicación de lo ocurrido. No fue necesario. Clarita roncaba y dormía placidamente. Me recosté sobre un costado de su todavía tibio y corpulento cuerpo. Intenté dormir pero no pude. Seguía lleno de extrañas sensaciones y sentimientos.

A la mañana siguiente, Clarita me tenía el desayuno listo, huevos rancheros y una jarrota de agua de jamaica sin azúcar. Con mucho tacto y educación le comenté que al agua le hacía falta azúcar. Me explicó que era por mi bien. No dije más. Durante el resto del día me consintió con esmero y dedicación. Me daba consejos. Me leyó frases de un libro de superación. Me llevó todo tipo de frutas y más agua de jamaica, sin azúcar. Después me pedía que tratara de descansar,”te hace falta”, decía. Le pregunté si no iría a trabajar, pero contestó que como ella era su jefa, no había problema. Que además la prioridad era yo. Que inclusive ya había hablado con algunos contactos para que me dieran trabajo. Le dije que no era necesario, pero insistió. Solo volví a decir, gracias. Cuando llegó la noche, volvimos a intimar, sólo que esta vez fue mejor. Fue un acto armonioso y mejor compenetrado. Me empezaba a gustar. Después de hacer el amor, comimos algo ligero, una ensalada que ella misma preparó y más agua de jamaica, sin azúcar. Bebimos un vino tinto que ella guardaba en la camioneta, tomé dos copas y….no supe más.

Me despertó un fuerte dolor en la espalda baja. Sentía la boca seca. Un pesado olor a alcohol flotaba en la habitación. Intenté pararme pero fue imposible. Me sentía mareado, débil. Era difícil moverme, el dolor persistía terriblemente. Sentía unas punzadas devastadoras. Había manchas de sangre en la colcha. Llamé varias veces a Clarita, pero no tuve respuesta. Un silencio aterrador reinaba en aquel lugar. Me llevé la mano al lugar del dolor y sentí una herida. Calculé que era de unos 20, 25 cm. Volví a perder el conocimiento. Entre sueños, comencé a tener espasmos de recuerdos. Recuerdo haber visto a Clarita con otro hombre, balbuceaban en voz baja. Al cabo de unas horas, pude pararme, me dirigí al baño, quité el espejo y pude ver la herida. Estaba cerca de mi riñón derecho. Mejor dicho, estaba justo en mi riñón derecho. Caminé rumbo a la salida, y en la mesa había una nota que decía: “Salvador, no te lo puedo explicar, una disculpa. Te dejo 100 pesos para que pagues un taxi, pasan muy seguido sobre carretera…y recuerda que sólo se vive una vez. Un beso. Clarita”.

El taxi que tomé sobre carretera hizo el favor de llevarme a un hospital. Y tal como lo había presentido, Clarita me había dejado sin un riñón. Pinche Clarita. Ahora si estaba jodido; sin mujer, sin familia, sin mi perro, sin dinero, sin trabajo, sin Clarita, sin haberme podido matar, y el colmo, sin un riñón. ¿Acaso no era la peor de las tragedias? Me recuperé en pocos días. Pero ahora estaba peor que antes, la misma idea de quitarme la vida seguía constantemente martillando mi cabeza. Estaba asqueado de la gente. Decepcionado de mí. Seguía sin trabajo… sin, sin, sin, sin…
No me la volví a pensar mucho. Era un mediodía distinto a lo demás, frío y lluvioso. Me aseguré de cerrar todas las posibles salidas de aire. Puse un LP de Ten Years After. Abrí las llaves del gas. Me acomodé en el sofá, releí Dublineses de Joyce,…”lo había sentenciado a la ignominia, a una muerte vergonzosa”. Y cuando el efecto del gas estaba atolondrando mi cabeza, alguien tocó la puerta. No abrí, sólo existía la posibilidad de que fuera un abogado del banco o algún predicador. Al no abrir, un sobre amarillo fue arrojado por debajo de la puerta. Me volví a sentir ingenuo, no había tapado esa parte de la casa. Desde el sofá vi el sobre, la letra la reconocí de inmediato, eran los garabatos de la mano regordeta de Clarita. Lo abrí de inmediato, en ella había una pequeña carta y muchos miles de pesos. Decía:

Querido Salvador:

Te mando un poco de dinero, no es mucho, pero te servirá. Perdón por haber tomado tu riñón sin tu consentimiento. Pero no te preocupes, está comprobado científicamente que el ser humano puede vivir fácilmente con uno. No es lícito, lo sé, pero a eso me dedico, le salvo la vida a la gente (como lo hice contigo aquella noche). Pero sin ti, no hubiera sido posible. Eres con toda la extensión de la palabra, un verdadero S-A-L-V-A-D-O-R.
Espero que te hayas dejado de niñerías y se te haya quitado esa idea de quererte suicidar. Deja de chillar y haz algo con tu vida. Recuerda lo que te dije, sólo se vive una vez. Disfruta cada momento. Un beso.

Ah, te mandé una cajetilla de cigarros cubanos, son riquísimos.

PD: No dejes de tomar agua de jamaica, sin azúcar, eh.

Atte. Clarita.

Mientras volví a leer la carta, me llevé a la boca uno de los cigarros que Clarita me había hecho el favor de mandarme. Me paré por los cerillos, regresé al sofá, friccioné el fósforo en la cajetilla…. y ¡puuummmm!….

Después, ya nada supe.