22 de noviembre de 2010

Un viaje sin destino, Ian curtis y una extraña banda rusa




Por: Salvador Munguía

Marchábamos a 120 km. por hora. El t-suru verde se abalanzaba a través de la espesa oscuridad. Los botes de cerveza se vaciaban con rapidez. Un viejo ipod arrojaba canciones al azar. El alcohol nos mantenía relajados, serenos. Un perro güero se cruzaba en el camino en un acto suicida. Los perros también se suicidan. Los nervios se nos erizaron como un puerco espín excitado. Encendimos un par de cigarrillos. La nicotina devolvió la calma. Fumábamos los tres en silencio. No teníamos certeza de nuestro destino. El destino es siempre incierto. De las bocinas salía una voz cavernosa, grave. Cerré los ojos y me concentré en la música. Sonaba a Joy Division. No estaba seguro, no reconocía la canción. El alcohol aturde el cerebro. Me impacienté. Di una calada onda al cigarrillo. Ahora estaba seguro. No, no era Joy Division. Tampoco era los hijos bastardos de Ian y compañía. No era Interpol. No era White Lies. No era She wants revenge. No era Editors. Con la cabeza apoyada en el asiento trasero y los ojos siempre cerrados, tragué las últimas gotas de la cerveza. Volví a concentrarme en la música. Eran sonidos post punk. Notables influencias de Joy Division y Gang of Four. La voz era la misma de Ian Curtis. Me daba la impresión que nunca estuvo muerto. Que se mantuvo oculto en una caverna. Que decidió salir y formar una nueva banda. Sin embargo, las canciones cantadas en inglés, tenían un acento extraño, raro. No quise ser el culpable de romper el silencio entre mis amigos, preguntando quién tocaba. Si algo me gustaba de viajar con ellos, era eso, el silencio.

Me das un trago, dijo un tipo flaco, pálido, de cabello corto, negro. Vestía camisa oscura y un suéter gris. Alrededor del cuello llevaba una soga vieja. Me asustaste, no te había visto –dije alarmado. Hola, soy Ian, Ian Curtis. Hola, mucho gusto, -contesté. ¿Quieres? –le ofrecí un cigarro. Lo incendió al momento. Ellos son mis amigos. Hola Ian, cómo andas, loco –dijeron y volvieron la vista al frente. Por cierto Ian, pero ese que canta tiene la voz igualita a ti. Si, me gusta. Los conozco, son rusos. El cantante se llama Vlad, es buen tío. ¿No te molesta que todos quieran cantar como tú? ¿Quiénes? –preguntó sorprendido. Después se quedó callado, pensativo. No dije nada durante unos minutos. ¿Te gusta Interpol, Editors….? No me dejó terminar -he oído algunas cosas. No me gustan. Prefiero a esos rusos. ¿Cómo se llaman?, -pregunté a Ian. Se quedó otra vez pensativo, ido. ¿Cómo se llaman?, -insistí. Daba la impresión que no escuchaba. No recuerdo, recuerdo el nombre del disco, se llama Alps. Es muy bueno. Esa canción es mi favorita –se refería a la canción que sonaba del ipod. Se llama Ghost. Me gusta, -dije. Los dos movíamos ligeramente la cabeza con el ritmo de la canción. ¿Por qué no te quitas la soga, no te incómoda? –me atreví a preguntar. Ian esbozó una tímida sonrisa. Ya me acostumbré, llevó con ella 30 años. No dije más. Acomodé la cabeza en el respaldo y cerré de nueva cuenta los ojos. Las palabras sobraban. ¿A dónde nos dirigíamos? No lo sabía. La brújula dentro de mi cabeza se descompuso. No sabíamos a dónde nos dirigíamos, ni recordaba de dónde veníamos. Hubo un silencio por completo dentro del auto. El disco había terminado. Decidimos hacer una parada para orinar. Al ver hacia atrás, Ian levantó el brazo en señal de despedida. Se detuvo y gritó: ya recordé, se llaman Motorama. Enseguida su figura se perdió en la densa oscuridad.
Publicado en la revista Pause Magazine.