21 de agosto de 2011

El Parto




La madre de la criatura rompió aguas cerca de las 9 de la mañana. Al menos eso era lo que creíamos. Era 18 de agosto. Era una mañana caliente del verano californiano, a 103 grados fahrenheit. Es una obligación de un hombre común y corriente maldecir al cielo cuando no hay nubes en el horizonte, y eso hice. Manejé desesperado en una ciudad desconocida. Entramos al hospital a las 10. Un par de enfermeras de miradas neuróticas la recibieron. No parecían impresionadas.

—Váyase, nosotros nos encargamos –dijeron de manera campante.
—Pero… -no concluí la palabra-.
—Aquí usted solo perderá el tiempo, además el doctor no está, nosotros nos encargaremos de prepararla.
—No, no te vayas –dijo ella- lo menos que puedes hacer conmigo en estos momentos es solidarizarte, te necesito.
—Ya escuchaste a las enfermeras, tengo que seguir piscando. Necesitamos el dinero para los pañales, la leche y un sin fin de cosas. Más tarde regreso.
—No te muevas de aquí. Lo que deberías hacer es preguntar por el paquete del video de parto y las fotografías.
—Eso está prohibidísimo, cariño. Además es de mal gusto –dije yo.
—Tenemos que irnos… el paquete cuesta 100 dólares –dijo la enfermera.
—Santo cielo, eso es un dineral, lo haré yo mismo con mi celular.
—¡Estás loco, paga, no seas codo!... además te mareas cuando hueles la sangre de pollo, no lo soportarás.
—Soy hombre, no payaso.
—Es hora –dijeron las enfermeras.

En el fondo tenía razón. Siempre he padecido a la sangre y a los hospitales. La sangre me produce mareos y los hospitales tics nerviosos. Pero había algo que no terminaba de entender, en qué momento el morbo invadió la vida de un recién nacido, era un exceso andar grabando o tomando fotos a mujeres maltrechas recién paridas y a cuerpecillos sangrientos acabados de salir. Sin duda, se trataba de una profanación a un recinto donde se da vida.

Grabé en mi memoria el número de la habitación: 4242. En seguida me puse a releer el Gran Gatsby de Scott Fitzgerald. El día transcurría lento y aburrido. Veía a padres desesperados ir y venir de un lado a otro. En la sala de espera algunos padres veían el televisor, novelas mexicanas del año del caldo. Hojeé una revista de madres. En la página 37 leí lo siguiente: “en las mamás primerizas, la dilatación dura una media de 10-12 horas, el expulsivo, unos 20 minutos y el alumbramiento una media hora como mucho. Si por el contrario no eres madre primeriza, los tiempos varían bastante, de 6 a 8 horas la dilatación, el expulsivo unos 10-15 minutos y el alumbramiento 15 minutos.” Joder, me esperaba un largo día. Cerca de las 5 de la tarde, me avisaron que no había roto aguas, pero que ya no tardaba, sentía contracciones dolorosas de manera regular, las contracciones indicaban que el cuello del útero se ablandaba y se acortaba para empezar a dilatarse, lo más aconsejable era no moverse del hospital. Enfadado y harto me fui a caminar por ahí. Regresé cuando estaba oscureciendo. Una enfermera vino a mi encuentro.

—Puede pasar a verla, 5 minutos, no más.

La futura madre dormitaba cansada en una cama. Tenía varias mangueritas conectadas a los brazos. El globo blanco era una ampolla de tortura que sobresalía debajo de las sábanas, palpitante. Con la voz blanda, débil y jadeante me dijo lo siguiente:

—Voy a morir, Salvador, ahora sí serás feliz y libre para siempre.
—Por el amor de Dios, no digas tarugadas.
—Hazte cargo del niño de vez en cuando. Se lo quedarán mis papás. A veces eres buena persona pero siempre mala influencia. –Momentos después una contracción hizo que se le retorciera todo su cuerpo hinchado.
—Haga lo posible por dormir, señorita –recomendó la enfermera.
—No tengo sueño –contestó ella.
—Haga el esfuerzo porque los próximos 18 años no podrá.
—Tiene que irse –me dijo la enfermera.
—No te vayas a ir del hospital, presiento que voy a morir, y te recuerdo que por tú culpa estoy a aquí -agregó antes de que me marchara de la habitación.

Afuera flotaba en el aire una espesa capa de angustia, desesperación y cansancio. Padres primerizos que se mecían los cabellos, otros, los experimentados, hacían un recuento de las horas que sus mujeres habían tardado previo al alumbramiento.

—36 horas y 25 minutos duró mi esposa –dijo uno.
—La mía duró 57 horas, 3 minutos y 7 segundos –expresó otro.
—No me la van a creer, pero mi mujer duró 5 días y 4 noches, 34 minutos y 18 segundos –se aventuró uno más.

Hablaban como sí se tratara de una competencia de caballos. El ambiente me puso de mal humor. Ya había oído suficiente. Era mejor irme a descansar. No había nada que hacer ahí. De vez en cuando se escuchaban aullidos de una mujer quejumbrosa.

¿Qué puede hacer un hombre en las salas de espera de un hospital? o peor aún, ¿qué puede hacer un hombre dentro de la sala de operaciones mientras una mujer está por parir? Nada, nada es la respuesta. Es tan inútil como el par de senos que lleva en los pectorales.

A esas alturas del día, los futuros abuelos del crío hicieron acto de presencia. Era el momento preciso para marcharme. Un baño de agua caliente, un caldo de pollo y recostarme algunas horas, era lo que necesitaba. Me despedí de los futuros abuelos. Me miraron con odio, sin decirme nada. Y me marché. Era la una de la madrugada. Era un nuevo día.

Al llegar a casa no había nada; el generador del agua se había descompuesto, no había nada que comer y no pude dormir. Una extraña sensación de remordimientos me acosaban. Salí a fumar un cigarrillo, es el deber de todos los padres del mundo. No terminé de fumarlo. Mejor me serví un trago de vodka con tonic. Por cada trago que daba, una punzada de culpabilidad me invadía por no estar ahí. La tradición me obligaba a tener que solidarizarme, sus palabras me retumbaban en todo mi ser, “no te vayas a ir, es tú deber”. Era una obligación compartir el dolor personal, había de por medio una herencia común. Mi ausencia sería imperdonable. Cuando la criatura tuviera conciencia, quizá se enfadaría sí supiera que su padre dormía mientras él se debatía entre la matriz y la vida en la tierra. En esos momentos recordé la historia de mi madre. Sin entrar en detalles, mi padre había preferido irse a un festival de rock mientras un servidor daba las primeras bocanadas de aire en el mundo. Unos goterones corrieron por mis mejillas. Terminé de tomarme otro vaso de vodka con tonic. Me enjugué la cara, me cepillé los dientes y manejé a 100 por hora. Soplos de aire cálido provenientes del Valle de San Joaquín entraban por la ventana del auto. Me pasé todos los semáforos en rojo, no me importaba que el sheriff o el paltrow police pudieran detenerme, yo tenía que estar ahí.

Arribé al hospital de nueva cuenta a las 5 de la mañana. Era 19 de agosto. En la sala de espera encontré menos padres. Ya nadie discutía. Había un silencio demencial. Sus rostros pálidos reflejaban cansancio, hastío, sueño. Algunos dormitaban a ras de suelo. Era una imagen deprimente. Agradecí al Señor no encontrarme con los padres de Martha. Pregunté por ella a una recepcionista que hablaba mitad inglés y mitad español: “yo no la miro for here, no have information, señor”. Carajo. No había noticias. Me senté en una silla. El tiempo seguía escurriendo, sin prisa. Me quedé dormido como una piedra aproximadamente 3 horas. Una mujer tuvo la impertinencia de despertarme, era la madre de Martha. Me informó que a las 11 de la mañana Martha ingresaría la sala de partos. La hora estaba por llegar. Antes de que cualquier cosa fuera a pasar, me fui a llenar la barriga de comida. Fui a un mercado parecido a los que hay en México, comí un taco de bistec, uno de chorizo, una tostada de camarón y una agua de limón, estaba hasta la madre de comer hamburguesas. El reloj marcaba, las 10 con 47 minutos.

Ingresé a la sala de partos. Había sido aprobada la presencia de dos personas. Una era la mía y la otra su mamá. Una vez dentro, vi el cuerpo abultado revolviéndose de dolor, de desesperación, de ansiedad, de sufrimiento. No encontraba palabras de consuelo. Solo los clichés de siempre: “ánimo”, “todo estará bien”. De pronto, los achaques me arremetieron. Primero, un parpadeo constante, después, golpecillos cardiacos con sudoración en toda la espina dorsal me estaban haciendo pasar un mal rato. A partir de ahí, la inercia fue la misma; a ella le daban contracciones, y su madre y yo, intentábamos animarle.

En punto de las dos de la tarde, rompió aguas. Llegaron otras dos enfermeras.

—¿Lista?, es hora de pujar, señorita –dijo una de las enfermeras.
—Sí fuera señorita no estaría pariendo un chiquillo –exclamó la sobredicha.
—No es momento de discutir eso –dijo sensatamente su madre- y haz lo que te indican.

Bañada en sudor, con las sábanas húmedas, la boca torcida, las piernas dobladas y abiertas, se escuchó un alarido como un animal en brama. El dolor cesó y respiró muy hondo. Llegó otra contracción y volvió el dolor. Llegó otra y con los ojos en blanco y desorbitados blasfemó contra el mundo, contra las pobres enfermeras, contra su madre. Entonces recordó que yo estaba ahí:

—Pero algún día me la pagarás, maldito… daría mis piernas y mis intestinos por verte en mi lugar, cretino.
—Tranquila, cariño –decía yo queriendo apaciguar-. Pero para entonces yo también estaba muy mal. Sentía mareos, jaquecas, ganas de vomitar.
—Sal de ahí escarabajo –creo que se dirigía al chamaco que no quería salir-. La verdad es que el crío se estaba portando como un autentico vaquetón. Le estaba haciendo pasar un mal rato a su madre y mí una autentica pesadilla.
—Déle más fuerte… con fuerza, ya casi –decían las enfermeras, sus voces parecían llegarme del más allá.

Una de las enfermeras puso una pastilla en mi boca y un vaso con agua.

—Tómesela, se sentirá mejor, está usted muy amarillo, y haga el favor de ponerse detrás de la cama, en la cabecera, sirva de algo –le enfermera puso una revista en mis manos-.
Me puse detrás de la cabecera y con la revista que servía de abanico comencé hacerle airecito.
El dolor se reanudó y la volví a verla forcejear. Se aferró con voracidad sobre los barrotes de la cama, le escurrían lágrimas de los ojos, tenía los labios resecos e hinchados. Le mecí el pelo hacía atrás:

—No podré soportarlo, Salvador…. No podré… -hizo un aullido que vibró en todo el hospital.
—Tú puedes –me limité a decir-. No podía decir nada, un nudo en la garganta me lo impedía. Mis mareos no cesaban, sentía pequeños ataques cardíacos, tambaleos. Ahora comprendía muy bien por que mi padre había preferido irse a un concierto de rock.

El reloj marcaba las 2:17

—Descanse… pero las posibilidades de parto natural se le están agotando. Haga lo posible, de lo contrario tendré que llamarle a doctor para que le ayude –la enfermera hizo abrir y cerrar unas tijeras filosas-. Yo sentí más mareos.
—Cuando llegue la contracción no gasté energías en gritar, concéntrese en pujar, sólo puje, fuerte, muy fuerte.
—No puedo, enfermera, no puedo mamá –dijo Martha cansada, con los ojos blancos.

Su madre con una rosario entre las manos, no paraba de orar. Tanto balbuceo me tenía más mareado.

—Ahí viene la contracción, enfermera. Esta vez tiene que salir. Por el amor de Dios, haz que salga –decía Martha desolada.

La enfermera previno una bandeja.

Vino la última contracción. Primero fue un quejido in crescendo. Después emitió un gruñido como una yegua relinchando, tenía la cara torcida, roja. Luego, apretó los dientes y vi como el cuello dio un giro de 360 grados como poseída por extraños demonios, después, los ojos otra vez en blanco.

—Ahí viene, ahí viene, ya los vemos, puje, siga pujando, usted puede… déle, déle…más, más… -su madre rezó con mayor fervor.

Me atreví a mirar y vi como se asomaba una cabeza llena de sangre. Después vi como salía otra cabeza. Y, cuando el cuerpecillo estaba mitad fuera, mitad matriz, vi como se agitaban tres manos con muchos dedos. No lo podía creer, mi hijo era un monstruo. Era un producto de mi vida impoluta, de mi vida llena de excesos y trasnochadas. Era producto de mis pecados, pecados graves. De todas mis perversiones. Algún día tenía que pagar y había llegado el momento.

Hilitos con olor a sangre se colaron por mis poros y sentí como se me doblaron las rodillas. Desfallecí en el preciso momento, no podía soportar aquel acontecimiento. La naturaleza y todos los dioses, se había puesto en mi contra.

Me despertó una de las enfermeras de mirada neurótica:

—Se ha usted desmayado. Recupérese, desde hoy es usted padre. Felicidades.

Hice un recordatorio de lo que acababa de presenciar. No había duda; había engendrado un pequeño monstruillo. Estaba seguro que este acontecimiento me dejaría secuelas mentales por el resto de mi vida. Apreté los dientes, estaba devastado. Pero no podía llorar. No quería que nadie me viera derramando lágrimas y se compadeciera de nosotros. Con el corazón hecho trizas, tenía que enfrentar la realidad. Además, existían muchos circos donde mi hijo podría desenvolverse sin complejo alguno. Los records guinnes no tardaría en llegar y pronto seríamos ricos y famosos. Estas últimas posibilidades me hicieron sentir mejor. No había por que avergonzarse del monstruillo. Caminé a paso seguro. Sin temores ingresé al área de cuneros.

-Felicidades, señor, está hermoso su hijo –me dijo una enfermera de buen ver, con cabellos color espiga y cuerpo ondulado.

En la ficha técnica leí lo siguiente:
Name: Nicolás Munguía
Weight: 7 libras, 4 onzas.
Length: 21 pulgadas.

Detrás del vidrio vi al chico. Parecía arrugado y feo, como un gnomo bañado en yema de huevo. Chilló como un gato cuando me lo enseñó la enfermera. Conté diez dedos en las manos, diez en los pies y un solo pene. La verdad es que un padre no podía pedir más. No pude contener las lágrimas. Sentía un rugir de olas estrellándose en mis oídos. Tenía las palmas de las manos sudadas. Sentí burbujas en el estómago, debilidad en las piernas, la boca seca. Le di las gracias a Dios. No hubo necesidad de pedir perdón.

La madre de Nicolás dormía plácidamente. Estaba exhausta. Había sufrido demasiado. Pero así era la vida: el hombre cazador y la mujer recolectora. La mujer sufre mientras el hombre se preocupa. Una tenue sonrisa se dibujaba por sus pequeños labiecillos. Me acerqué y le acomodé su cabello. Me despedí de ella en silencio.

Me dirigí feliz y satisfecho a descansar. El calor era intolerable. Yo también estaba agotado, hambriento, sediento. Me urgía dormir. Al llegar me tiré en el sofá. Soñé con mi padre y con Nicolás. El sueño era en la tierra fangosa de Woodstook. Era también verano pero de 1969. El aire olía a marihuana. Mi padre cargaba en los hombros a Nico. Bebíamos cerveza. A lo lejos se escuchaba a Joe Cocker cantar you are so beautiful. Estaba por venir lo que todo mundo esperaba. Juntos salieron el primer rayo de luz y Jimmy Hendrix. Miles de almas enloquecieron. Poco me importaba Jimmy, yo enloquecía cuando veía los ojos desorbitados y malvados de Nico buscando un punto fijo. Jimmy pedía un par de minutos para afinar. Juntos escuchamos el wah-wah de su strocaster blanca, eran los primeros acordes de voodoo child. Carajo, los tres presenciando un hecho histórico, inmortal. Era un sueño. Era un hermoso y dulce sueño. Ahí estaba el origen de mi vida y mi única herencia tangible, real, viva, de carne y hueso, producto de mis entrañas: Nico.

4 de agosto de 2011

El Embarazo



para Martha y la criatura, con cariño.



Durante mucho tiempo, creí que traer nuevos seres vivos a la tierra era una insensatez… y lo sigo pensando. Pero deduzco una cosa hasta hoy irrefutable: sin la insensatez la especie humana no existiría. También creí que mi semilla era inservible, rebajada… inofensiva como la tinta invisible. No fue así.

Tengo 30 años y seré padre en el mes de agosto. El camino ha sido largo y tortuoso. Nos han engañado al decir que son los mejores 9 meses de nuestras vidas. Los 9 meses se han convertido en 9 años. El paso del tiempo ha sido lento, pesado.

No es fácil convivir con una mujer embarazada, se vuelven más vulnerables y sensibles. Ante este acontecimiento, la mujer embarazada aprovechará el bulto para abusar de todo a su alrededor. El hombre, en cambio, se convierte en una persona más estúpida, absurda, ignorante.

Durante los 3 primeros meses, mi escepticismo rayaba en lo ridículo. Todos los días hacía la misma pregunta: ¿segura que estás embarazada?

Estoy embarazada, Chava.

ya mañana te bajará, ya verás –decía yo ingenuamente.

no digas estupideces, ahí está el ultrasonido-. Pero para mí, el papel fotográfico ese, sólo reflejaba garabatos de un mal viajes de hongos.

para mí que estás estreñida.

piensa lo que quieras –concluía ella y se daba la vuelta para dormir tranquilamente.

Yo no pegaba el ojo aquellos primeros meses, las noches eran eternas, tediosas. Veía gatear niños por toda la casa. Soñaba con biberones que disparaban balas letales. Amanecía de muy mal humor. Ya decía yo que, los hombres somos más estúpidos y en el cuarto mes supe que no estaba estreñida y que en unos meses una criatura vendría al mundo producto de mis entrañas. Y, si en los primeros 4 meses mi mujer se portó amable y serena, un buen día, despertó alterada y nerviosa, enojada, de mal humor…

Antes del cuarto mes, la noticia la sabía toda la familia y algunos amigos cercanos. Mi abuela y mi madre se pusieron felices; “hasta qué, jamás lo había esperado de ti” dijo mi madre. “A ver sí con esto ya te aplacas”, dijo mi abuela. Mi tía Silvia, le recomendó a la nueva engendradora de escuincles usar siempre un listón rojo en los calzones, para que el niño o la niña tuvieran la protección contra las malas vibras del mundo, contra los embates de la naturaleza, contra las lunas llenas, contra las medias lunas, contra el mal de ojo, contra el labio leporino, contra quién sabe cuántas cosas más. En cuanto a mis amigos, más que alegrarse, se pusieron consternados, sorprendidos.

A partir del quinto mes, nuestra convivencia era extraña. Me daba la impresión que no convivía con una sola persona, sino con muchas personas en un cuerpo abultado: adolescentes berrinchudas y caprichosas, señoras mal humoradas, demonios poseídos. Por razones naturales –y obvias- el cuerpo de ella se ensanchó por todas partes y jamás me perdonó que yo fuera el causante. La venganza del cuerpo fue inevitable. Recordé unas palabras de Boris Vian, de su novela El Arrancacorazones:

—"Ya no puedo fiarme de ti –dijo Clémentine-. Una mujer ya no puede fiarse de los hombres a partir del momento en que un hombre le hace un hijo. Y menos del hombre que se lo hace”.

Luces hermosa –le decía yo de vez en cuando- aunque en el fondo sabía que el bulto era antiestético.

no me hagas cumplidos, parezco vaca enzacatada –decía ella enojada.

Y como castigo, le atacaban una serie de antojos bastante demandantes -que yo tenía que cumplir cabalmente-:

Tráeme un caldo de pollo, por favor.

cariño, son las 3 de la mañana…

no me digas cariño, y a ver cómo le haces, a tu hijo y a mí se nos antojó-. Siempre la alevosía y la ventaja de una mujer embarazada.

pero él o ella todavía no sabe de gustos –contesté amodorrado.

ve, por el amor de dios, no quiero que nazca debilucho como tú. Seguro que tu padre no cumplió ninguno de los antojos de tu madre… mírate…

Al escuchar ese tipo de comentarios, me invadían todo tipo de pensamientos: tirar aceite por la escalera, regar canicas en la regadera, poner una patineta a un lado de la cama. Pensaba ir por el caldo de pollo y no regresar nunca más. Asaltar un oxxo y refugiarme en la sierra oaxaqueña…En seguida despejaba mi mente y me dirigía a cumplir antojos sin importar que fueran platillos exóticos, sin importar la hora, refunfuñando.

En el sexto mes, supimos que sería un varón, a la panza de Martha no se le tuvieron que hacer muchos ultrasonidos para deducir que se trataba de un hombrecito, era igualito que su padre, es decir, bastante bien dotado.

Me hubiera gustado que fuera niña, los niños son asquerosos. Ellos tienen la culpa de todo lo que pasa en el mundo –dijo ella.

se llamará Salvador, como su padre, su abuelo y todos sus tíos –dije de manera arbitraria.

primero muerta a que se llame como tú… otro Salvador sería insoportable, tu padre, tus tíos y tú se han dedicado ha desprestigiar ese nombre…

párale, tampoco exageres…entonces, cómo quieres que se llame, cariño?

se llamará Arturo y no me digas cariño.

ese nombre es de joto -dije yo.

así se llama tu hermano –dijo ella.

y qué?... se llamará Salvador, he dicho.

ya veremos –contestó ella amenazante.

Mi padre y mi abuelo me felicitaron. Los dos coincidieron en lo mismo:

Hasta que hiciste algo bien, hijo. Las niñas son más complicadas.

Mi abuelo me hizo una afirmación rara:

Segurito que estuviste comiendo mucho huevo y muchos ostiones, yo hice lo mismo cuando tu abuela tuvo a tu tío Gabriel.

no abuelo, no como huevos muy a menudo, y los ostiones sólo me gustan en las micheladas.

entonces te funcionó lo del ajo y la sal en la ropa interior –volvió a decir mi abuelo.

tampoco, abuelo.

entonces, qué sería? –en seguida mi abuelo se puso muy pensativo.

En el séptimo mes a Martha le dio por hablar con la panza. Un bulto de movimientos sinuosos, deslizantes, como nido de serpientes. No sólo hablaba con el melón blanco que llevaba dentro, le cantaba y le recitaba poesía aburrida.

No escucha –le dije para hacerle saber que yo también existía.

ignorante, escucha más que tú, lo peor es que cuando nazca no sabrá quién eres, nunca le hablas, eres muy indiferente.

dile algo –dijo en tono de sargento.

hola muchacho, mucho gusto, soy tu padre.

muchacho?...carajo, es un bebé, háblale con cariño -recriminó ella.

no sé que decirle… se lo diré cuando nazca.

ahora entiendo porque eres tan insensible, seguro que tu padre no te hablaba cuando estabas en el vientre de tu madre. Allá tú, no sabrá quién eres. –y continúo: por cierto, desde hoy te voy a pedir que duermas en el cuarto de servicio. Me estorbas mucho.

Ok. No quiero ser una molestia –dije resignado pero feliz.

La noticia me vino de maravilla. La verdad es que nuestras últimas noches resultaban un martirio. Las embarazadas y con el pretexto de que son dos personas en una, comen como prisioneras recién liberadas. La cama se había convertido en un mar de boronas y migajas. Se metía a la cama con todo tipo de bocadillos gigantes, pequeños, dulces y salados. Sino me despertaba para traer agua de pepino a las altas horas de la madrugada, me despertaba porque tenía antojos de camarones empanizados de coco, o tapas de cocodrilo, o tacos de flores de jamica y calabaza, o canapés de nueces con aroma de naranja, eran unos antojos sin duda bastante extraños. También desarrolló un oído mejor que los murciélagos, me despertaba porque oía rateros en el interior de la casa, moscos apareando, termitas comiéndose la madera del closeth.

Las noches más tranquilas aprovechaba para hacer gárgaras o cepillarse los dientes con estrépito desafiante. Se levantaba 10 veces al baño. Tenía bochornos y la vez frío, su termostato parecía haber sido fabricado en China. Se duchaba a mitad de la noche. Volvía a la cama con saltos y rebotes. Se apoltronaba como un guerrillero con 4 almohadas –las mías y las suyas- sobre su cabeza, otras dos que le sostenían el melón blanco y pesado, otro par sobre su espalda baja, una más entre sus piernas. Y, en donde me moviera, roncara o murmuraba, el guerrillero atacaba con un triplete de codazos o pellizcos.

Dormir solo me venía bien. Aunque, sí a ella o al globo le daba insomnio, me deparaba otra noche cruel.

Nadie quiere a las embarazadas, lo veo en todos lados.

te equivocas –dije yo para animarle- en walmart hay una caja exclusiva para embarazadas.

la misma que le dan a los desvalidos –contestó ella de manera agria.

Algunas de esas noches, aprovechaba para poner mi oreja sobre el bulto cálido y duro, y escuché. Percibí cañerías que silbaban. Ella puso mis manos sobre su vientre, sentí los pataleos de alguien pidiendo socorro, de alguien chocando contra las paredes de aquella cárcel. Era el mes de junio y hacía mucho calor. Me imaginé esa pobre criatura como un pollo rostizado, cocinándose a fuego lento, poco a poco.

Un caliente sábado por la mañana, desvelado y con una resaca más dolorosa que un fogazo en la lengua, la madre de mi criatura me advirtió:

El lunes cumpló 8 meses y no quiero estar aquí. Me voy a Estados Unidos, mi hijo tendrá doble nacionalidad y quiero que mi mamá me cuide los últimos dos meses… no puedo fiarme del seguro social, ni mucho menos de ti.

pero… no estoy de acuerdo.

me importa un carajo. Nace a mediados de agosto.

Despedí a la madre de mi primogénito un lunes a medio día. Me acerqué a ella, le aparté el pelo y la besé en la frente. Después bajé hasta el bulto, le dije que pronto nos veríamos, que sabía el sufrimiento de vivir enjaulado en esa cueva caliente e infernal, pero que fuera paciente, que ya faltaba poco y, que lo quería mucho.

Faltan escasos días… un pollo rostizado está a punto de salir.