12 de diciembre de 2012

La Pereza, la Escritura, el Abismo y la Paternidad




"Para seguir adelante se necesita mucho olvido.
Para seguir escribiendo, más todavía." Roberto Juarroz


No más de diez personas me han preguntado por qué ya no escribo con regularidad. La respuesta es sencilla: no tengo de que escribir.

La escritura requiere, además de talento, esfuerzo y dedicación. Y no poseo ninguna de las tres. Para empezar, nunca he entendido la cultura del esfuerzo, ni me interesa. En segunda, el tiempo dedicado a la escritura regularmente es subestimado, pasa desapercibido o no le causa interés a nadie. Y lo peor, descubrir tus propias limitaciones y carencias. Es cierto, los años me han hecho perezoso, me han quitado las ganas y las energías. Si antes escribía con regularidad era porque tenía ímpetu, era joven y vanidoso, y los jóvenes actúan con prisa, pedantería, fuerza. No había tiempo de parar, inhalar o dar largos respiros.

La mayoría de personas que escriben son individuos llenos de ingenuidad. Yo no era la excepción. En aquellos años creía que entre más escribía más cerca estaría de convertirme en escritor. La juventud me mantenía en forma y escribía como un acto reflejo, como el boxeador amateur que quiere convertirse en campeón del mundo y se levanta diario a pegarle a un costal viejo, o como el corredor de 100  y 200 metros, ese que requiere una zancada larga y dinamita pura. Pero al corredor de 100 y 200 metros si lo ponen a correr 400 o 600 metros quizá no le alcancé con tener la zancada larga y los pulmones frescos, es muy probable que ni siquiera llegue a la meta y que termine ahogado, que termine con la espalda erguida y el cuerpo hecho trizas. Para correr 600 metros se requieren riñones, la parte más sensible de un ser humano, se ocupan intestinos fuertes, se necesita estar acostumbrado al dolor, al flagelo. En la escritura pasa algo parecido. Vargas Llosa escribió que “el mundo del papel debe de tener olores, sangre, sudar, explotar, quejarse, correr, esconderse”. No basta la condición física, la destreza y el talento, se requiere de disciplina, de paciencia, de riñones, de huevos, de dolor. 

Comencé a escribir de manera autodidacta –como se puede comprobar- en la época que cursaba la preparatoria, lo hacía para un pésimo panfleto, lo hacía mal, sin embargo, era una de las actividades que más disfrutaba. Escribir me permitía aislarme del mundo, de ser diferente, de revelarme. Representaba una manera de imaginar historias, de contar anécdotas, de reflexionar temas, de compartir ideas, de reseñar sonidos, de exorcizar demonios. Con el tiempo se convirtió en un mal hábito. Me gustaba imaginar vidas ajenas, crear personajes, soñar, reír, tropezar, matar, robar, amar mujeres inalcanzables. Un escritor es un tipo que observa, que imagina, que tiene muchas preguntas e inseguridades y escribe para buscar respuestas a través de sus escritos. A mí sólo me alcanzaba para observar e imaginar, las respuestas han sido escasas. Es como si jugara solo al frontón, tirar la pelota en esa enorme pared sin esperar que la pelota jamás regrese. Y ahí está el meollo del asunto, no esperar que la bola regrese, no esperar que alguien te felicite, no esperar que una editorial importante te publique, no esperar remuneración alguna, no esperar becas o premios, no esperar nada. 

Hace algunos meses, participé en las becas que ofrece el estado para los “jóvenes creadores”, incluía la publicación de la obra y unos pesos mensuales. Sabía que no ganaría, no pertenezco a ningún circulo literario y no tengo amigos que sean jurados. Sin embargo, un amigo escritor me animó.  Casi me aseguró que yo ganaría. Me olvidé por un instante del pesimismo, y me dediqué a escribir algunas noches. Fueron noches largas. Noches frente al ordenador intentando escribir algo digno. Noches tediosas. Mi incapacidad me limitaba a tejer alguna buena historia. Los dedos y las ideas se entorpecían frente al ordenador. Por las mañanas amanecía de mal humor. Me lamentaba perder el tiempo de esa manera y despertar todo el tiempo desvelado. Menciono esto porque la actividad más importante y responsable que tengo es el cuidado de mi hijo, me hago cargo del pequeño renacuajo por las mañanas, y entre otras cosas, se requiere tener que despertar a darle un biberón a las 6 de la mañana, cambiarle el pañal zurrado, bañarlo, contentarlo por bañarlo, volverle a cambiar el pañal (zurrado) y llevarlo a su escuelita. Durante aquellas noches que me dediqué a “escribir” me comporté como un padre inútil e irresponsable, tema que no merece más detalles. A pesar de eso, seguí escribiendo, estaba poseído por espíritus animosos, me vi recibiendo premios, halagos, firmando libros y recibiendo un chequezote. En las noches más optimistas llegué a creer que con ese cheque me alcanzaría para pagar algunas deudas, comprar una alberca inflable para mi hijo, surtir pañales nocturnos que cuestan una fortuna, y siendo tacaño, quizá hasta me alcanzaba para irme a Acapulco. Mis chaquetas mentales fueron sólo eso: chaquetas. No gané nada. No ganar era lo más probable pero me hizo reflexionar si en realidad podía dedicarme a esto. Ya sé que las becas no representan gran cosa. No te hace mejor o peor escritor. Después de quemar y echar a la papelera esos tediosos escritos, volví a recuperar la libertad. Pero me hice una promesa: no volver a confiar en los consejos de otros; no volver a participar en las becas del estado, y; no volver a cambiar el tiempo dedicado para mi hijo por estar escribiendo tonterías.

Siendo un adolescente me prometí que a los 30 años tendría una novela publicada, insisto, siendo un joven. Hoy tengo 32 años y no hay una novela publicada en mi curriculum. Son varias las circunstancias, he vivido por muchos años -si no es que toda la vida- en un confort absoluto, soy amante de la comodidad y la pereza y no aspiro a grandes cosas en la vida. Tengo muchas limitaciones para alguien que quiere convertirse en escritor. Me gobierna la indiferencia y también la inseguridad, un par de novelillas sin terminar están guardadas en los documentos del ordenador.  Aún así no me siento un derrotado. Soy padre de una hermosa criatura que me hace muy feliz y me ilusiona. Pero he perdido todo tipo de ambiciones. Jean-Marc, el personaje principal de la novela de Milan Kundera, le explica a su amante Chantal lo siguiente: “Y, al perder mis ambiciones, me encontré de golpe al margen del mundo. Peor aún, no tenía ganas de encontrarme en otra parte. Si no tienes ambiciones, si no te sientes ávido de éxitos, de reconocimientos, te instalas al borde del abismo”. Y así como Jean-Marc, me instalé allí, es cierto, con todas las comodidades. Me instalé al borde del abismo. 

Estar al borde del abismo tiene sus ventajas. Es una forma de ir en picada sin tocar el piso. Es una forma de vida modesta, de ir sobreviviendo al día, de ir renunciando a compromisos, a trabajos o proyectos, “es estar del lado del mendigo y no en el del dueño de este estupendo restauran en el que estoy tan a gusto”, insiste Jean- Mark.  Estar al borde del abismo es libertad. Y la libertad va unida a la lectura, a la escritura, a rebelarse contra lo establecido, a la insatisfacción de la vida diaria. Jean Paul Sartre, el filósofo y escritor existencialista, opinaba que el deseo de leer –y yo le incluiría, el deseo de escribir- es el deseo de violar lo oscuro, el deseo de poseer un secreto. ¿Y para qué violar lo oscuro?, porque el mundo nos perturba. Octavio Paz decía que leemos –se escribe por las mismas razones- porque nos sobra algo o porque nos falta algo. Estamos todo el tiempo sedientos. Insatisfechos. Si escribía en la juventud por cierta inconformidad, ese desazón lo he ido arrastrando toda la vida. Los escritores son los profesionistas de la insatisfacción, leí en alguna parte.

Yo seguiré escribiendo -ya sé que a nadie le importa si dejara de hacerlo- es una manera de seguir revelándome, lo haré con todas mis limitaciones y carencias, con largas pausas y sin esperar nada. Por ahora no tengo nada que decir. Prefiero ver al crío, verlo caminar, caer, levantarse y volverse a caer, como la vida misma.

* N. de la R. Texto que aparecería en una revista del sur del país y que por la pereza del autor no fue enviado a tiempo.     


28 de octubre de 2012

Ya no Quiero ser Mexicano



El prólogo es contundente:

México, uno de los países más pobres y corruptos del mundo. Uno de los más obesos. Uno de los más estúpidos, si nos basamos en que la mayoría de los profesores son incapaces de resolver no sólo sus propios exámenes, sino los que deberían resolver sus alumnos. Uno de los países más injustos. Uno de los más impunes, con datos terribles: 97% de los crímenes se quedan sin resolver, la cultura en manos de dos instituciones atroces: la SEP y Televisa. En el transcurso del prólogo Mauricio hace algunos cuestionamientos puntuales: qué pasaría si el mexicano apagara la tele y se beneficiara de su ingenio, en vez de convertirse en un macho que se agarra a trompadas por nada, pero que se acobarda cuando debe comportarse como hombre? Qué pasaría si nuestro intelecto no cayera tan dócilmente en las trampas de los esterotipos creados por los gobiernos, la aristocracia, la tv, la industria de la música? Qué pasaría si ese ingenio y ese lenguaje, con la rapidez y contundencia que tienen los vagos, las secretarias chismosas que hablan mal del jefe, crecieran para vernos a nosotros mismos tal cual somos?... se responde el propio Mauricio, sería como si un mexicano llegara a un país extranjero llamado México.

Tomo la idea de Bares para decir que este libro fue escrito con odio, sin ocultar ni maquillar nada, un libro que fue escrito por un ciudadano común, un poco freak, pero común, no fue escrito desde el punto de vista del intelectual, ni del burgués rencoroso que lamenta haber nacido en México.

Ya no Quiero ser Mexicano es una lectura que estará siempre vigente, a menos que venga un terremoto y nos cargué a todos la chingada o a menos que las profecías mayas sean ciertas y que después de todo eso, surja una nueva generación, una nueva raza, de no suceder esto, el país seguirá viviendo sus propias desgracias, sus propias costumbres y vicios, seguiremos con los mismos clichés y los mismos lugares comunes; celebrando a nuestros héroes demasiado ridiculizados hoy en día; idolatrando de la misma manera a la virgencita de Guadalupe que al Chicharito Hdez.; pero eso sí, festejando cada época del año, una sociedad que festeja un país qué no sabe lo que es eso. Resulta irónico que festejemos cuando a los que les ha ido bien son a los mismo de siempre, no se puede celebrar una fiesta nacional si sólo unos cuantos tienen motivos para reír y bailar.

Por eso el libro de Bares es una lectura obligada, habemos muchos que como Mauricio nos enfrentamos y nos oponemos a la forma mexicana de pensar.

Ya no Quiero ser Mexicano surge de una original mezcla de humor, sarcasmo, burla, desenfado, albur y reflexión en torno a lo que el joven Mauricio se enfrenta desde pequeño en la ciudad más caótica del mundo: la ciudad de México.

El libro reúne 10 relatos que inicia con el texto que le da nombre a la obra, Ya no Quiero ser Mexicano, en el que el pequeño Mauricio se niega a temprana edad a ser un charrito en miniatura, un Pedrito Infante criado entre sus doce hermanas mayores. No le atrae tampoco su Acapulco en la azotea miserable de su casa, ni los programas de concursos, ni JuanGa, ni José José.

A los quince años, el personaje Mauricio, descubre que la vida de adulto no deparaba grandes planes para él y que el máximo consuelo adolescente, el noviazgo, era un largo y engorroso trámite burocrático para conseguir dos fajecitos por semana.

Su juventud, lejos de ser una época dorada, se va convirtiendo en un interminable lapso de aburrimiento levemente amortiguado por el aburrimiento y el desgano. Muy pronto, el joven Mauricio se da cuenta que se siente extranjero en su propia tierra. No cree en la historia, y pone como ejemplo a ese niño héroe que se avienta sin acordarse jamás de la bandera, a ese famoso niño que prefiere antes el suicidio que terminar prisionero de guerra de una nación que nunca terminaría –ni terminará- de cuajar. Durante la novela el personaje vive acosado de su propio destino. No le gusta nada: no le gustan los mexicanos de la tv. Ni los otros. No se siente pertenecer a ninguna clase social. Odia la amistad del barrio y la conveniencia clasemediera. Detesta –con justa razón- a las mujeres que parecen vírgenes y que son vírgenes. Aborrece a los políticos tanto como a los intelectuales. Y a partir de ahí, el personaje principal busca las maneras y las formas para dejar de ser mexicano, le vale madres México, se da a la tarea de conquistar una chica japonesa, una africana, lo que sea con tal de renunciar a su obsceno pasaporte.
Durante las siguientes páginas podemos comprobar que Mauricio no conquista a nadie y se revela a vivir un autoexilio personal y decide salir del país y comienza una constante huida y búsqueda, una manera distinta de cuestionar desde lejos todas los conceptos de mexicanidad.  

Así llega a Ámsterdam y el personaje nos da un paseo por una ciudad con habitantes de todas las razas, millonarios excéntricos y vagabundos fumando heroína; cafeterías anunciando la venta de hashis, museos y sex shops, putas aburridas en vitrinas, resulta un tanto irónico y un ejemplo para el mundo la legislación holandesa para que la ley les respete sus adicciones y, encima, que el Estado las financie. Demasiado pronto se le terminan los privilegios de turista a Mauricio y se va enfrentando a una serie de anécdotas laborales, a vivir a en contra de la ley, cosa que no desconoce puesto que así había vivido siempre. Su primer empleo es atendiendo un bar frecuentado por negros en donde cada noche se escenifican ruidosas peleas entre negros y latinos. No dura mucho ahí. Comienza a vagar por todas partes, se sube al transporte sin pagar, siempre con el riesgo de ser aprendido, su situación legal lo pone contra la ley, su sola presencia es ya un delito.

Su paso por Holanda es sobrevivir el día a día, pasarla bien, evitar el aburrimiento y aprovechar el ocio, mirar al techo, por ejemplo. A las paredes. Al piso –escribe Mauricio con desenfado. Fuma hashis y ve la televisión en donde encuentra algo parecido a la felicidad. Nos cuenta divertidas anécdotas, una de ellas no la cuenta en el texto titulado Las bicicletas también se Embarazan, con humor y sarcasmo, Bares nos cuenta la historia de un tipo que acostumbra a vaciar sus líquidos seminales en el asiento de la bici, cosa que confundían con extrañas cacas de pájaro que limpiaban todas las mañanas del sillín antes de montar la bicicleta, pronto el misterioso visitante nocturno es descubierto y nuestro personaje decide colocar en la puerta un condón, acompañado de una nota que en inglés intentaba decir:

Querido vecino: sabemos que las bicicletas pueden ser más entrañables que los humanos y nos preocupa que la nuestra sea victima de un embarazo no deseado. Atentamente sus vecinos.

Su siguiente empleo es una casa de citas o algo parecido, es el encargado de contestar el teléfono, enganchar a los clientes con alguno de los muchachos, servía tragos a los clientes mientras se tomaban su tiempo para elegir entre una planilla de jovencitos, tantos pinches libros para terminar como lenón, y de hombres, le escribe en una carta un amigo suyo. En este curioso lugar encontramos personajes extraños, tipos que con dinero quieren que un tipo le limpie el culo que no se ha limpiado después de ir al baño.

Su siguiente parada es Inglaterra, en donde visita el legendario cementerio de Highgate, el motivo es visitar una tumba en particular, la tumba de Karl Max. Ante la impotente tumba le asaltan preguntas propias existencialistas de ese escenario terminal:

Quién soy?
De dónde vengo y a dónde voy?
Soy o me parezco?
Dios, existo?
Dios, existes?
Entrar al cielo, cuesta?

Personalmente me parece extraordinario la crónica con la que termina este libro, Economía Política del Pesero, en ella el personaje Mauricio regresa a casa, a sus tierras que lo vieron nacer y de la que tanto se quejó y despreció y despotricó. Un texto a la perfección donde se describen las manías de sus tripulantes; niñas, señoras y putas; despotrica contra la clase obrera y dizque trabajadora; hace un retrato fiel de una clase media que siempre está chingando al semejante. La vida se reduce a un trozo de mierda para el 90% de mis compatriotas, pero eso no me hace quererlos, tampoco compadecerlos, ni a ellos ni al 10% restante, reniega otra vez, nuestro antihéroe, Mauricio. En el pesero encontramos desde el niño que a todas luces no debió nacer, pero que ya es un hecho irrefutable. Visualiza a la niña que pronto estará mordiendo una jicama con limón y mucho chile piquín, fajando en un callejón oscuro escuchando promesas de mongol, la ve embarazándose en un parque, la ve con una patada en el culo. Todos los vicios y manías están dentro de un pesero, un chofer salvaje, de malos gustos musicales, que no conoce las leyes, menos las de tránsito, un hermosa mujer que parece ángel y que por un momento hace que se olvide tanta vulgaridad, pero ni los ángeles cambian la perspectiva de Mauricio que vuelve al ataque diciendo que detesta a los ángeles. La ventana del pesero sirve como pantallas de un televisor aburrido, muestran un programa de permanencia voluntaria, sin disco de canales ni botón de apagado.
Por un momento intenta hacerse el héroe, rescatar al ángel del repegón de nalgas y de un posible atraco, pero recuerda que si la historia de su infancia lo empujó al heroísmo, las decepciones de su adolescencia lo sentaron de un puñetazo. Que pretencioso el querer cambiar la historia, la cultura y la economía política de un país en un triste pesero –medita Mauricio.

En Economía Política del Pesero, Mauricio finalmente acepta la particular y decadente forma de vivir. Reniega la realidad que le tocó vivir para al final reconocer y aceptarse tal y como es.


Mauricio Bares es narrador, traductor y editor. Fue cofundador y director de A Sangre Fría, ahora dirige la editorial Nitro/Press. Es autor de Sreamline 98, Sobredosis, La Vida es una Telenovela, Posthumano y Ya no quiero ser mexicano. 

Texto leído y comentado en la V Feria Nacional del Libro y la Lectura 2012 con el propio autor. 

16 de agosto de 2012

La torta bajo el brazo


salvador munguía s.



Antes de que Nicolás naciera, mi abuela, solía contarme sobre la torta bajo el brazo. Tal desatino no era otra cosa que un conjunto de bendiciones espirituales y sobre todo monetarias. De jugosas ofertas laborales y de una solvencia económica asombrosa y mágica, que llegaba justo cuando los hijos pisaban el mundo. Según mi abuela -y algunas otras personas optimistas- en cuanto Nicolás naciera, no habría manera de qué preocuparse. Me esperaba un trabajo digno y bien remunerado, un auto del año, una casa propia y muchos viajes al extranjero. Abundancia y éxito.

Te cuento, –me dijo un día mi abuela- cuando nació tu madre, tu abuelo no tenía trabajo, lo habían corrido por borracho. Nació tu madre y rápido consiguió el mejor empleo de su vida. Dos años después nació tu tía Silvia, y con ella estrenamos nuestra primera casa. Enseguida nació tu tío, y para ese entonces ya vivíamos bastante bien.
¿Y qué fue lo que pasó, abuela?, ¿dónde quedó todo? –pregunté incrédulo-.
Eres un cretino, Salvador, eso es lo que eres, -concluyó la abuela sin dar mejores explicaciones-.

No sé de dónde se habrán inventado tal disparate. Lo cierto es que los niños cuestan, y mucho. Nicolás no es la excepción. El crío está por cumplir un año y nada en el mundo me hace tan feliz que ese pequeño renacuajo.Pero monetariamente hablando, no veo la luz al final del túnel. Mis bolsillos se quedan vacíos en cuanto llega la quincena. Si no son los pañales, es la leche especial antirreflujo que se toma el bicho cabrón para que no tenga coliquitos en la pancita. Pero la leche no es suficiente, habrá que combinarse con una avenita. El menú, además, incluye por lo menos un gerber diario y papillas extravagantes. También hay que dejarle el culito brillante y humectado con unas toallitas que se terminan cada tercer día, y sí se llegara a enfermar, o a tener alguna molestia física; estoy en problemas.

Tengo varias opciones para estos imprevistos: asaltar un oxxo o un banco, vender un riñón, hacerme sicario, donar sangre por unos centavos, empeñar algo o pedir prestado. He optado por los dos caminos más fáciles. En lo que va del año, he empeñado un reloj de marca –el que por cierto, ahí perdí- la lavadora y una laptop vieja. Lo último que llevé fue una cadenita de oro que el padrino de mi hijo le regaló en su bautizo. El padrino y la cadenita resultaron más falsos que los orgasmos de una mujer. En cuanto le pusieron el líquido para saber de cuantos kilates era, a la cadena se le cayó un pedazo, y a mí me dio diabetes. 

Hace unas semanas, me tocaba a mí surtir la despensa del niño, pero las deudas bancarias me tenían –y me tienen- en la quiebra.  Siempre he cumplido con mis obligaciones, así que abastecí  una despensa “genérica”. Pero también hice pequeñas trampas. Por ejemplo, para que la madre del bicho no se diera cuenta y no me corriera de la casa, reemplacé la leche cara por una más barata, vacié el polvo blanco en el bote de leche caro, y listo. Compré como 800 pañales sueltos en el mercado de abastos, argumenté que eran importados y que le alcanzarían hasta los 10 años. En lugar de gerbers, compré fruta fresca, era más saludable, repliqué. 

Los problemas empezaron con los pañales “importados”. Unos venían rotos, otros no pegaban, otros le causaron alergia y no cumplían el objetivo de mantenerlo seco. Todos los días, Nico, amanecía orinado hasta el cuello. Lo peor era cuando andaba sueltito de la panza, la leche barata comenzaba a dar problemas, y con esos pañales aquello era un batidero. Después vino de nuevo el reflujo y ya nada fue igual. Yo comencé a dormir mal, tenía pesadillas y la conciencia intranquila. La madre del crío exigió que lo lleváramos al doctor, pero para eso, tuve que pasar el día entero en un laboratorio médico, me sometí a todo tipo de pruebas clínicas, extrajeron litros de sangre gratificados por unos cuantos salarios mínimos. Carajo, me había convertido en un maldito conejillo de indias.

La pediatra de Nicolás nos hizo preguntas insignificantes, lo subió a la báscula, recetó una leche aún más cara que la otra, y para colmo, cobró un dineral. Al salir de ahí tuve mareos y casi desfallezco. Para limpiar mi dignidad, tiré los 780 pañales al bote de basura, compré el bote más caro de leche para mi hijo y le regalé una cadenita de oro puro.

Pero para el destino, para los dioses, para los astros o para sabrá dios quién, no era  suficiente. Una serie se sucesos lamentables sucedieron uno tras otro. Al día siguiente, me metieron a barandillas, una semana después, me quitaron la placa de un coche prestado, a mitad de semana, me chocaron mi auto, por cierto estacionado correctamente, habrá que mencionar que perdí mi billetera y un celular barato, y, apenas hace unos días, otro operativo de la policía me quitó la moto en la que conducía, argumentaron que no traía casco, tarjeta de circulación, licencia de conducir y me desplazaba a exceso de velocidad, sólo les faltó inventar que traía pacas de a kilo en la cajuela. Las infracciones rebasaban cantidades estratosféricas que hasta el hombre más rico del mundo hubiera respingado. 

El trágico destino no me castigaba con salud, no me dejaba sin amigos ni familia, no me quitaba mi trabajo, me mandaba deudas y más deudas. Sin duda, un conjuro maldito se había apoderado de mi alma. Algunos lo llaman karma, otra mala suerte. Lo que haya sido.

Las brujas de Villachuato

No soy creyente de casi nada pero ante tantas tragedias, este fin de semana, por recomendación de algunas amistades, fui con las brujas de Villachuato. Me dijeron que ahí me quitarían la malaria. Una amiga me aconsejó que ocupaba sólo dos cosas: fe, y un huevo. Llevé mi huevo y muchas ilusiones.
La bruja era de cuerpo menudo, vieja, no tenía la nariz picuda como la imaginaba y su pelo era corto y blanco. Vivía en una casa decente. Esperé media hora. Enseguida la bruja se presentó:
Hola, soy la bruja.
Mucho gusto, yo soy Salvador.
La bruja me pasó a un cuarto sencillo, había una silla y un pequeño tocador, en la pared colgaba un Cristo negro sacrificado y a su costado estaban todos los santos del universo.  Continúo con algunas preguntas:
¿Por qué has venido?
Tengo mala suerte, bruja,
Eso ya lo sé, nadie viene cuando le va bien.
Tengo problemas económicos y laborales, pierdo todo, la policía no me quiere y los accidentes de tránsito me persiguen-respondí.
¿Crees en el karma?
No, creo en el destino maldito –confesé-.
—¿Sospechas de alguien que te quiera hacer daño?
—No, de nadie –mentí.
—¿Alguien que te haya hecho un mal de ojo o te haya aventado un animal muerto a tu puerta?
—No, nadie –¿quién puede saber cuándo le hacen mal de ojo? pensé pero no dije nada-.
—¿Fuiste noviero, tuviste muchas mujeres?
—Tampoco, lo normal –expuse firmemente.
¿Quedaste bien con ellas?
—Sí, creo que bien, algunas me borraron del facebook, pero….ehh…-quise explicarle a la bruja sobre la red social, pero me sorprendió con su respuesta:
Una mujer despechada es más peligrosa que cualquier arma nuclear, y sí una mujer te borra del face es que te odia con todo su corazón -respondió seria.
A ver párate -dijo la bruja.

Enseguida se puso enfrente de mí, expulsó un tufo fuerte con olor a ron, después hizo unas oraciones ininteligibles, se llevó un puro a la boca, lo prendió y fumó tres cortos pitidos, después dio un trago a una botella con olor a ron y lo escupió sobre mi cara. Me indigné e intenté sujetarla del pescuezo….¿qué se había creído?! pero no pude, las manos se me paralizaron.

Estás bajo un hechizo, relájate, cabrón, yo te ayudaré, -dijo.

Me pidió el huevo, como los brazos los tenía paralizados le hice un gesto con los ojos.

Ahora cierra los ojos. Y con voz quedita recitó: “calis, calas, calis, calas, San Nicolás”, y enseguida le daba tragos a la botella de ron, volvía a escupir mi cara y  deslizaba su mano con el huevo por todo mi cuerpo, de cabeza a pies, de pies a cabeza, y volvía a recitar: “calis, calas, calis, calas, San Nicolás”…
¡Carajo, bruja, esa es la porra de los nicolaitas, esto es una estafa y usted es una bribona!… Cuando intenté abrir los ojos no pude, intenté caminar y tampoco, quería salir corriendo y mandar todo al carajo. Era inútil.
Estás bajo hechizo, sigue relajado -insistió la bruja.
Ahora siéntate, “calis, calas, calis, calas,”… ya puedes abrir los ojos. Listo, sécate la cara con esa toalla. Estabas embrujado por una mujer.
¿Quién? -pregunté alarmado.
No quieras saber lo que el tiempo te dirá –contestó mientras vaciaba la yema ennegrecida  y viscosa del huevo en un vaso. 
¿Es todo?, ¿con esto mi suerte mejorará? –exclamé escéptico.
—No te sacarás nunca la lotería, pero de algo servirá. No te metas en problemas y sé paciente, las buenas noticias llegarán… Y volvió a sorprenderme: ¿has escuchado hablar de la torta bajo el brazo?
Si, mi abuela me habló de ella.
Bueno, pues ve y disfruta de tu hijo… ¿Nicolás se llama, verdad?
Yo nunca te dije que tenía un hijo.
Soy bruja, ¿recuerdas?-argumentó. 
Pues no creo en la torta bajo el brazo, son mitos de las personas viejas -opiné.
No me importa, ahora lárgate de aquí y paga en la salida.
El asalto

Durante una semana entera estuve observando los movimientos de las cajeras del oxxo. En una libreta apunté las horas de entrada y salida de cada una de ellas. Sabía quién las recogía, quiénes eran las que siempre llegaban tarde y salían más temprano, y hasta quiénes eran sus amantes. También la hora exacta que llegaba el encargado de la tienda y recogía el dinero. Tenía de dos, asaltar por la mañana, muy temprano, entre las 8 u 8:30, o bien, esperar al turno de la tarde, entre las 4 y las 6, había poca gente. En una semana, no vi pasar patrulla alguna. Con los pocos pesos que me quedaban, compré una pistola de juguete y una cola de conejo para la suerte. Para no ser reconocido, usaría como máscara unas pantimedias que todavía olían a piernas de mujer. Si la suerte estaba de mi lado era el momento de saberlo. No disponía de mucho tiempo y dinero no tenía, tampoco cosas para empeñar, y no estaba dispuesto a molestar a mis amigos, ni mucho menos ser un conejillo de indias. El dinero lo necesitaba de urgencia, el sábado, Nico cumplía su primer año y esas fiestas deben ser inolvidables.

Escogí el turno vespertino, me desperté tarde para asaltar al turno de la mañana. Conseguí un coche prestado y me estacioné a unas cuadras. Para calmar la ansiedad y los nervios, me lleve una anforita con mezcal de Atecuaro. Me encaminé al súper mercado a paso seguro, nada me detendría. Toqué la pistola, era frágil y ligera, la sujeté bien sobre el pantalón, había olvidado un detalle; pintarle el circulo naranja que tenía en la punta. Ante de entrar, respiré hondo y pausado. Abrí las puertas de par en par cuando sonó el celular. Carajo, había olvidado ponerlo en vibrador. Era una llamada de Estados Unidos:

Buenas tardes, señor, con Salvador Munguía –hablaba con un español horrible.  
El mismo, ¿quién llama?
Mi nombre es Brayan Hernández, me recuerda, soy el orientador social, le marco de las oficinas del condado de Kern, CA.
Sí, claro que te recuerdo.
—¿Cómo está el pequeño Nicolás?
Bien, por cumplir su primer año.
Vaya preparándole una buena fiesta, la pensión alimenticia de Nicolás Munguía, ha sido aprobada por el programa de Child Support del condado de Kern, CA.
Silencio total.
Por un momento no escuché ni el murmullo de los autos. Sólo escuchaba los latidos de mi corazón que galopaban con fuerza. No sabía que decir. Un pedazo de nada me atragantaban el cogote.
Buenooo, buenoooo, está ahí señor Salvador, si buenoooo -dijo Santo Brayan.
Por fin reaccioné: Sí, dígame.
Ocupo que me mande su número de cuenta. La cantidad será de… permítame, ahorita se la digo… se les pagará en 2 exhibiciones, una ahora y otra a fin de año, será por los próximos 6 años.

Los preparativos

A ver, Salvador, te voy a repetir la lista de lo que ya pagamos: es el salón de fiestas, el señor de los tacos, los 3 meseros, las 3 cubetas de ceviche, el pastel, el desechable, las gelatinas, 3 juegos inflables, 2 camas elásticas, 5 piñatas, 150 aguinaldos, 10 cartones de cerveza, 3 botellas de vodka, 3 de ron y un litro de mezcal.
—Apunta bien, son: 30 cartones de cerveza, una caja de botellas de vodka, una caja de botellas de ron, tres garrafones de mezcal.
—No es tu fiesta, eso es mucho alcohol –dijo histérica.
—Tampoco es tuya, y comprar alcohol nunca será exagerado –contesté sereno.
—Es una fiesta de niños, te recuerdo.
—Después de cierta edad las fiestas de niños son el mejor pretexto para que los adultos se emborrachen –repliqué.
—Te vas a terminar la pensión del niño.
—Para eso es, y espérate, mi suerte a penas empieza.
¿Qué más falta señor Munguía? -dijo en tono sarcástico. 
El norteño… Y recuérdeme llevar un chingo de flores a la tumba de mi abuela. 

twitter: @chavamunguias

24 de junio de 2012

Los perros andan sueltos


Salvador Munguía



He tenido problemas con la policía desde que tengo memoria.  Ni ellos me caen bien ni yo a ellos. Digamos que existe una antipatía mutua.
Mi primer enfrentamiento con la policía fue cuando yo cursaba la secundaria. Cuatro amigos y yo caminábamos cerca de la vieja central de autobuses. Fumábamos una chora de marihuana cuando 2 polizontes nos hicieron la parada. Por una chora nos quitaron 3 relojes, menos de 100 pesos, una cadenita de oro y nos llevamos nuestras primera “calentada”. Tenía 14 años.

Durante la preparatoria, por fortuna, no recuerdo haberme metido en problemas con la autoridad. Fui un chico ejemplar.

Durante la licenciatura de derecho, todo cambió. Una maldición se encargó  de hacerme los días más complicados. La policía me detenía constantemente y a toda hora. Para colmo de males, con el amigo que me juntaba me superaba. Parecía que cargaba en la espalda un imán, un chip o un radar que los atraía para hacernos la vida infeliz. Me contaba mi amigo que sus primeras experiencias se remontaban hacía mucho tiempo: a los 10 años la policía lo encerró en barandillas, a los 14 lo confundieron con un asesino serial, a los 16 recibió una golpiza por 3 policías que lo mandaron al hospital. Mi amigo aprendió a no confiar nunca más en la autoridad, se volvió un desconfiado en extremo. Y adquirió otras habilidades como “sentir” cuando un policía estaba cerca. Y cuando éstos lo estaban, mi amigo sudaba frío, comenzaba a tartamudear, se le hinchaban los cachetes. Si veía uno cerca era capaz de ponerse a correr como un desquiciado. Una actitud bastante sospechosa para la autoridad, que al ver correr a mi amigo lo paraban enseguida. ¿Qué te robaste, cabrón? ¿por qué chingaos nos viste y te pusiste a correr?, ¿dónde tienes el estéreo?, ¿de dónde salió este telefonito? Era un cuento de nunca acabar. Fueron varias noches mientras bebíamos que le hice entender que correr no era la solución. Estás huyendo de tus problemas, le decía, es hora de enfrentarlos, qué clase de estudiante de derecho se pone a correr cuando ve policías, carajo.  La cosa no cambió mucho. Mi amigo los olfateaba y ellos a nosotros. Por supuesto que nada tenía que ver nuestros aspectos personales, vestíamos y nos comportábamos apropiadamente. Era algo más profundo y que se encuentra en el abismo del océano y que nunca lo sabremos. Si caminábamos tranquilos, nos detenían. Si íbamos en el auto, un retén hacía lo propio. Si jugábamos futbol, el rival era el Futbol Club de la Policía Estatal. Por años creí que se trataba de mi amigo. Le retiré el habla algunos meses. Fue en vano. La policía estaba detrás de mí, acosándome.

La primera vez que llegué a barandillas fue con 2 amigas…. y mi amigo. Habíamos ido a una fiesta de cumpleaños donde no éramos bienvenidos. Cuando nos corrieron de la casa, una mis amigas rompió de coraje un florero, pateó con odio la puerta al salir e insultó a los anfitriones. La dueña de la casa le llamó a LA POLI. Mi amigo comenzó a sudar frío, aspiró con fuerza y poseído me susurró: vienen a 7 cuadras, son dos patrullas, cada patrulla viene con 2 puercos, huyamos. Y eso hicimos. Lo que no debimos hacer era andar corriendo a las 1 de la mañana. Las dos patrullas nos  alcanzaron de inmediato, y con lujo de violencia nos subieron. A ellas como eran “señoritas” las trataron con “respeto”. Súbanse señoritas o vamos a tener que llamar a unas 69 (mujeres policía). Ustedes a nosotros no nos tocan malditos puercos. Por favor, señoritas. Pinches gatos, contestaban éstas. De nada nos servían nuestros años en la facultad de derecho, no éramos capaces de defendernos nosotros mismos con argumentos jurídicos; mi amigo y yo esposados y nuestras amigas peleando como señoras pozoleras. En menos de 5 minutos llegó el cuerpo policíaco encabezado por 3 señoritas con cara de perras bulldog, y con modales peculiares sometieron a mis compañeras abogadas. Llegamos cerca de las 2 de la madrugada al área de barandillas. Era mi primera vez. Tan importante como la primera relación sexual o la primera borrachera.

Mi amigo experto en pasar noches enteras en ese deplorable lugar me tranquilizó. Tú tranquilo, nos van a registrar, entregamos nuestras pertenencias, nos “examina” un doctor y listo, mañana salimos. Carajo, ¿cómo que mañana salimos? no estamos borrachos y nosotros no hicimos nada. Así es esto, Chava, contestó resignado mi amigo. Antes de pasar necesito que me des un golpe fuerte en la cara, dijo, ¿para qué?, pregunté alarmado, necesitamos parecer pandilleros, así nos respetarán, no digas estupideces, gallo, respondí. Hazme caso, insistió mi amigo. Le asesté un puñetazo cerca del ojo derecho. Muy bien, ahora entremos, dijo. El médico nos examinó mientras jugaba a la baraja. ¿Cómo te llamas?, ¿dónde vives?, ¿a qué te dedicas?, saca la lengua: andan drogados, dictaminó el médico. Doctor, se equivoca, no venimos ni borrachos ni drogados, contesté indignado. Tu amigo trae el ojo morado, joven, seguro se cayó de borracho. El que sigue, dijo el doctor. Enseguida nos quitaron cinturón, agujetas, cartera y demás pertenencias. A mis amigas las pasaron a unas celdas pequeñas y recién pintadas. Queremos ir con ellos, dijeron éstas. Las violan, contestó un policía mal educado. Mientras pasábamos por algunas celdas aledañas, nos dieron la bienvenida con toda clase de improperios. Nos metieron a una celda angosta y pequeña infestada de delincuentes. Al entrar, éramos como unos ratones en observatorio. A ver pinches fresitas putos, túmbense o les ponemos el otro ojo morado, dijo un cholo con lagrimitas tatuadas en la mejilla. No traemos nada, todo no lo quitaron, dijo mi amigos con la voz temblorosa. ¿Y los tenis qué, putos?, quítenselos y también la camisa. Joder, nos dejarás encuerados, dije sin titubear. Por fortuna, otro cholo, el que parecía ser el jefe, nos salvó. ¿Cómo te llamas? me preguntó, Salvador Munguía, contesté, ¿tu padre se llama igual que tú y organizaba conciertos de rock? Sí, dije aliviado, yo iba a los concierto del TRI, loco, y conozco a tu padre, y agregó en voz alta: aquí hacemos esquina y quien se quiera pasar de verga con ustedes le parto su madre, dijo mi nuevo amigo, el jefe cholo. En ese momento desee tener la cabellera a rapa, un pantalón más holgado y un tatuaje de la virgen. Mi otro amigo buscó un lugar donde dormir, antes me aconsejó dormir con un ojo siempre abierto, y orgulloso, señaló, ves, el putaso que me diste sirvió, enseguida se escabulló entre unos vagos que dormían en el piso y ahí pegó el ojo hasta la mañana siguiente. La madrugada fue una de las madrugadas más eternas de mi vida. Me encontraba entre borrachos, golpeadores, tiradores, un presunto homicida y muchos pandilleros. De vez en cuando el cholo me contaba anécdotas de sus peleas callejeras. Había algo de atractivo en aquel lugar, todos aquellos hombres de alguna manera u otra habían desafiado la ley.
Intenté dormir pero fue imposible. Olía a madres, a orines de hombres que supongo jamás habían tomado un litro de agua pura en sus míseras vidas. Había gritos y mucho escándalo. La llamada a la que todo detenido tiene derecho jamás llegó. Salimos a las 8 de la mañana. Me despedí del cholo y le di un abrazo como si se tratara de mi hermano mayor. Los 30 pesos de fianza lo pagó el padre de una de mis amigas con una indispensable condición:  alejarnos de su hija. Al salir de ahí me juré a mí mismo no volver a pisar esa mazmorra por el resto de mis días.

En  los siguientes 7 años tuve breves altercados sin importancia, cosas de rutina. Parecía que al fin me había librado de los malhechores de la justicia. Hasta el día de ayer…
…..

La noche de ayer salí de mi casa a comprar pañales y leche para mi hijo. En el supermercado –maldito destino- me encontré a unos amigos -entre ellos mi amigo, con el que había caído la primera vez-, y mientras ellos compraban cervezas y una botella de vino, yo buscaba los pañales adecuados para el crío. Salimos del supermercado, me invitaron a beber, les prometí que más tarde los alcanzaría, bueno, dijo mi amigo, vamos a brindar por tu hijo antes de que te vayas, estamos en la vía publica, argumenté. No pasa nada, aquí enfrente vive tu tocayo, además sólo beberemos una cerveza, comentó el amigo. No quise ser descortés y acepté la invitación, pero sólo beberé una, les advertí. No llevábamos ni la mitad de la cerveza cuando un comando de 10 patrullas nos tenían rodeados. ¡A ver cabrones, a la pared, abran bien las patas! Oiga señor oficial, soy abogado, ¿qué delitos estamos cometiendo? expuse. No se puede beber en la vía pública y estamos en Operativo. Mi amigo –también abogado- exigió un abogado y comenzó a sudar frío. Como no corrí antes, susurró. Lo miré con odio. Pero oiga, yo no me puedo ir con ustedes, no me ha dicho que delito cometí y además tengo que llevar pañales y leche para mi hijo. Súbase licenciado o lo subimos. Subí por mi propio pie, juntos a mis amigos. Las patrullas venían llenas de personajes inocentes como nosotros, nadie se veía en estados inconvenientes ni tenía cara de asesino. El policía que nos cuidaba me explicó que sólo era parte de la rutina y llegando a barandillas pagaríamos nuestras multas y pronto estaríamos en la calle de nuevo. Necesito hacer una llamada oficial, me están esperando con los pañales. No se puede lic. ya sabe, ordenes del comandante. En una estúpida muestra de que la policía nos cuida y nos vigila, nos pasearon como animales de circo por toda la ciudad. Nos exhibieron por el centro histórico, por la Chapultepec, por la Félix Ireta, por el bulevar García de León, por la Ventura Puente, y persona que veían comprando alcohol era levantada de inmediato, como si se tratara del peor de los delitos. Llegamos un centenar de sobrios y dos que tres borrachines a barandillas. Mi amigo se acercó y con nostalgia dijo, ¿te acuerdas, la pasamos bien aquella vez, no?, cállate, cabrón, no estoy de humor, le contesté.

El trámite fue el mismo. Un polizonte nos registró. Otro nos tomó la foto. Nos pasaron primero a una celda pequeña, ahí nos volvieron a pedir nuestros datos. Después de una hora nos hicieron el “examen toxicológico”. Era el mismo médico de hace 7 años y en ese momento supe que todo se había ido al carajo. ¿Cómo te llamas?, ¿dónde vives?, ¿a qué te dedicas?, saca la lengua: andas drogados, dictaminó el médico. Doctor, se equivoca, ni vengo borracho ni drogado, contesté indignado. El que sigue, dijo el doctor. Enseguida me pidieron que me quitara cinturón, agujetas, cartera y demás pertenencias. No vaya ser que se nos quiera ahorcar mi lic. Pendejo, le contesté desganado. Sería tan amable de dejar los pañales, dijo uno, no, contesté, los ocupo, no pienso poner mi culo en esas bacinicas, jaja…ándele pues lic. pásele con sus pañalitos. 


Una gran celda con olor a meados me esperaba, era tan fuerte el olor a orines que hacia suponer que era habitada por hombres que supongo jamás habían tomado un litro de agua pura en sus míseras vidas. Antes de entrar me quité los lentes para verme menos pepinazo, fruncí las cejas y puse cara de maldito. Patee a mi amigo delante de unos cholos y escupí un gallo verdoso. Caminé a paso seguro y desperté a un borrachín que dormía sueños insondables, lo levanté de la cama de cemento; quítate por allá, dónde no te pueda ver, le dije. 


Los pañales me sirvieron de almohada y dormí un rato. Mis amigos se acercaron, querían hacerme platica. ¿Estás molesto? Por su culpa, idiotas, estoy aquí. Es culpa del operativo, Chava, el operativo es como la tempestad, no hay poder en la tierra que pueda detenerlo, argumentó estúpidamente uno de ellos. Me paré y fui hasta la rendija, llamé a un polizonte y le exigí mi llamada. Más tardecito mi lic. fueron a pagar el teléfono, nos los cortaron ayer, dijo el chistoso. Volví a mi cama de cemento y una melancolía infinita se apoderó de mi alma; pobre hijo mío, qué haría sin pañales y sin leche, pobre de su culito, malditas sus tripas que no lo dejarían en paz con una simple avena, indefensa criatura que no tiene la edad para reprocharme nada, cómo hacerle saber que su padre estaba rodeado de criminales en potencia, encerrado y nostálgico. Llamé a mi amigo que cabeceaba recargado en un barrote, le dije que lo estimaba mucho y que lo echaría de menos pero que por favor no me volviera a dirigir la palabra en toda su vida. Se quedó sin palabras. Acomodé otra vez los pañales de almohada y me quedé pensando en lo idiotas que eran nuestras autoridades. En ciudades como Madrid, Barcelona o París, le gente puede beber en las calles, no hay necesidad de huir, de sobornar a la policía o de llenar las cárceles preventivas para recaudar fondos que nunca sabremos a donde van a parar. ¿De verdad creen que por realizar ese tipo de redadas la gente se volverá abstemia y dejará de beber en la calle? Ingenuos. ¡Que vayan por los violadores, por los robachicos, por los secuestradores!.. ¡A los borrachos déjenlos en paz, carajo!

Volví a dormitar hasta la mañana siguiente. Al despertar ya no estaban mis amigos ni casi nadie, únicamente 4 borrachines y yo. Un oficial dijo en voz alta mi nombre y contesté presente. Ya pagaron su multa, dijo. ¿Cuánto hay que pagar y a quién?, pregunté. Fueron 31 pesos con 50 centavos y lo pagó su amigo. Fui por mis cosas y pagué la multa de los 4 pobres diablos. Respiré el olor de la libertad y me puse contento.  Llegué a la casa a las 11 con pañales y leche. No encontré a nadie. Salí a comer algo y a beber una cerveza fría en un lugar establecido: los perros andan sueltos y hay que andar con cuidado. Después me reporté con los que se preocuparon por mí. No fueron muchos. Más tarde y en persona me disculpé con Nick. Me disculpó esbozando una sonrisota que me ablandó el corazón.

PD: Cuando Nicolás tenga edad  suficiente, le diré que jamás se debe confiar en la policía, en las mujeres ni en los amigos. Seguro correrá con mejor suerte que su padre.


twitter: @chavamunguias

25 de mayo de 2012

Adiós Perla




Para Andrea en su cumpleaños 25


Habían quedado de coger aquel día. Sería una noche especial. Inolvidable. Perla había propuesto una noche con velas, vino tinto, aromatizantes, ropa interior nueva. Una maldita noche romántica. Para Javi era una noche triste. Quizá la última con Perla. La chica partía al día siguiente a estudiar a otra parte, lejos, muy lejos. Y según ella, no quería irse siendo “virgen”, ni Javi tampoco.

Le marcó por la mañana. La voz de Perla en persona era tan seductora como un violín. Por teléfono su voz era excitante y Javi vibraba cuando la escuchaba.
 
Javi, cómo amaneciste, cariño?
—Pensando en ti. Soñé contigo.
—Qué soñaste?
—Soñé que te desnudaba mientras íbamos camino al desierto. Te desnudaba en cada parada. Te quitaba la blusa en el primer semáforo. En la autopista me deshacía de tus pantalones. En la caseta de cobro te bajaba los calzones con la boca.
—Jaja… qué cosas dices, Javi, estás loco, me estás poniendo cachonda… y luego.
—Pues, conforme nos acercábamos al desierto, tú ya tenías ropa otra vez… Era un cuento de nunca acabar.
—Jajaja…. pues hoy tus sueños podrán hacerse realidad.
Hubo un breve silencio. Después Javi preguntó:
—Qué significará el sueño?
—Javi, no tengo mucho tiempo. Sólo quiero recordarte nuestra cita de hoy. No vayas a llegar tarde.Y por favor, no comas, preparé algo especial para ti… Ahh, no fumes marihuana, no te quiero lento y torpe.
Javi contestó desganado:
—No te preocupes, cariño. Nos vemos en la noche.
—Te espero a las siete. Recuerda que tenemos pocas horas. Me voy muy temprano y me faltan muchas cosas por empacar.
Un disparo de amargura atravesó el estomago vacío de Javi.—No me lo tienes que estar repitiendo. Nos vemos en la noche.
—Besos, corazón. Te veo en la noche.
—Nos vemos, Perlita.

Perla y Javi se conocieron el último semestre de la prepa. Javi le hacía chistes y le pedía los apuntes del día. Muchas veces la acompañaba hasta su casa. Un día, Javi le pidió que fuera su novia, como muchas cosas incomprensibles en la vida, Perla aceptó.

Perla era hermosa. Alta. De mejillas sonrosadas. Tenía las costillas pegadas a la piel. Los ojos verdes, llenos de vida. Y las nalguitas respingadas como su nariz. Era una chica lista con buenas notas en la escuela. En público era tímida y callada. Venía de un pueblo lejano y desértico. Aquí en la ciudad vivía con su tía. Era un encanto la muchacha.

Todo lo contrario a Javi. Un mozo poco agraciado. Tenía la piel morena. Los pelos tiesos, negros. Tenía los ojos miopes, negros, de capulín. Las pestañas de tejaban. También tenía las costillas pegadas a la piel. De una flacura que daba lástima. Nada que Javi tuviera que presumir, salvo que caía bien a las personas, tenía la sangre ligera. Era un holgazán. El vago se pasaba el tiempo en los billares Asturias, ese lugar apestoso a miados, infestado de viejitos y comerciantes. Jugaba bien a la carambola y al dominó. Poco parecía importarle a Javi la escuela. Sacaba notas mediocres. Las necesarias para no reprobar. La escuela no era lo suyo. Sus padres ya habían perdido las esperanzas. Le gustaba fumar marihuana y beber cerveza.

Visitaba a Perla en la casa de su tía con el pretexto de ponerse al corriente en la escuela. Perla con paciencia, le explicaba algunas cosas y le hacía tomar los apuntes importantes. Aprendía más de ella que cualquiera de sus profesores. Le gustaba escucharla. Tenía un timbre de voz angelical que provocaban en Javi erecciones que le impedían moverse o cambiar de posición. Con el tiempo y con permiso de la tía, Perla lo pasaba a un pequeño estudio al fondo de la casa, donde resolvían, mejor dicho, Perla resolvía, problemas de trigonometría, de química y física. Una martirio para Javi que se esforzaba en mantenerse interesado. No por mucho tiempo. Llegó el día que Perla se sintió muy acalorada. Tenía las mejillas coloradas. Le dio el síndrome de las piernas inquietas. Se mecía el cabello delante de Javi. Lo veía más de la cuenta. Se mojaba sus anchos labios con su lengua de lagartija. Javi, que sólo la cara de idiota tenía, supo de qué se trataba. Había que hacer algo. ¡Al carajo el estudio! Se lo dejaba en manos de la naturaleza que como todos sabemos, lo controla todo. Y dos personas se necesitan el uno del otro.

Mientras resolvían un problema matemático, Perla le preguntó que si le molestaba que le hiciera cosquillitas en la espalda. Javi respondió:
—No, no me molesta. Había estado esperando este momento toda mi vida–había respondido como un digno caballero-.
Y Perla comenzó a deslizar sus afilados y delgados dedos de arriba abajo. Javi tenía la piel chinita, desde los pies hasta lo pelos tiesos de la cabeza. Javi se paró y la rodeo por atrás. Tenía muy de cerca las  nalguitas respingadas que toda la escuela envidiaba. Le hizo cosquillas ahora él.  Sobre el cuello garboso. Sobre el vientre liso. Perla le detuvo las manos. Ella volvió a tomar la iniciativa. Perla tocaba aquí, tocaba allá. Lo hacía torpemente. Era novata, pero tenía intuición.  
—Lo hago mal, Javi?
—Podrías hacerlo mejor, Perla.
—Cómo? –preguntó con avidez.
—Bésate frente al espejo.
—Y ya?
—No, empieza lento y suave y después ensalívalo con la lengua.
—Y ya?
—No, tócate los pechos, las nalgas, la entrepierna, todo, siempre frente al espejo.
—Y ya? –insistía la muchacha.
—No, mañana, tendrás que hacerlo igual, es cuestión de práctica.

Semanas después, Perla le bajó el cierre del pantalón. Fue la primera vez que se vino enfrente de Perla. Lo hizo en su mano. No lo pudo evitar. Perla le manoseaba la verga con curiosidad y simpatía. Sus ojos verdes se concentraban poseídos en el bulto. Lo examinaba. Lo olfateaba de lejos. Lo palpaba. Lo apretaba. Lo acariciaba. Lo frotaba de arriba abajo. Lo arrullaba como los capitanes de barco balancean a sus tripulantes. Javi flotaba en una burbuja con dirección al cielo. Había fumado un porro del tamaño de un guarache de la plaza San Agustín. Aguardaba en su alma una paz y una serenidad celestial. De pronto, sintió como la burbuja se había elevado tanto que no tardaría en estallar. Fue cuando un cosquilleo en las orejas y un calor intenso se apoderaron sobre sus hundidas mejillas. Se paró del sillón y sujetó con fuerza a Perla. Ésta se dejó agarrar los pechos. Eran suaves como los duraznos en almíbar. Pero volvió a sentar a Javi y siguió frotándole la verga de arriba abajo. La burbuja explotó. Un chorro espumoso y blanquecino humectó la palma de la mano de Perla. Javi respiró hondo y no dijo nada. Ella también suspiró hondo y pausado. Esbozó una ligera sonrisa, como quién ha cumplido con el deber después de una larga batalla.

Atrás habían quedado los días que le dedicaban al estudio. Las tardes en el pequeño estudio se reducían al forcejeo, al jadeo, a ensalivadas, a manoseadas, a fajes escandalosos; etapas de la vida.

Hubo un día en que Javi la desvistió por completo. Bueno, casi. Perla nunca se dejó quitar las bragas. Eran unas bragas desgastadas, de circulitos negros. Perla se trepó encima de Javi. Javi quedó sorprendido por los movimientos de Perla. Se movía como si fuera una experta la cabrona. Sin quitarse nunca las bragas, le dijo Perla a Javi que sólo le metiera la puntita. No vengo preparado contestó éste.
—Si me metes la puntita no pasa nada. Además es la primera vez. No seas pendejo -le dijo.
Lejos de excitarlo, Javi se asustó. Recordó las palabras de su padre: sin globos no hay fiestas. En milésimas de segundo, imaginó un mundo al lado de Perla, panzona, con 3 hijos de él y regañándolo por llegar tarde y marihuano. No era posible que Perla, la chica más lista del salón, creyera ese tipo de babosadas… Pueblerina, al fin y al cabo.
Pero el cuerpo –desde Adán hasta nuestros días- es débil. Y como el perro que servilmente le tiende la patita a su amo, Javi le metió la puntita. Únicamente la puntita. Perla se alocó como nunca antes. Los poros de su nariz se ensancharon. Las mejillas se le pusieron coloradas. La mirada desorbitada. Los pezones duros y más negros. Se movía como una loca en una clase de gimnasia. Movía las caderas. Arqueaba la espalda. Tenía la mirada desorbitada. Estaba fuera de sí.
—Otra vez la puntita, Javi –dijo como el sediento que regresa después de una ida al desierto.
—Esa no es la puntita, Perla, es todo lo que hay.
—Te dije que solo la puntita, cabrón.
—Pues tú te la metiste completa.
—Pinche Javi. No mames. Ok, ahora sólo la puntita.
Perla se  volvió a trepar encima de Javi. Apoyó las dos manos sobre el pecho de Javi. Paró el culo, buscó la verga de Javi y con ella hizo a un costado las bragas desgastadas, de circulitos negros. Se aseguró que sólo fuera la puntita y volvió a moverse, primero lento, después más rápido.
Perla lanzó un gruñido salvaje. Enseguida a Javi se le nubló la vista, le dio la miopía o sabe qué cosas pero se le nubló. A su mente le llegaban ráfagas de mujeres desnudas aventándole pintura blanca. Más blanca que la leche de vaca. Era una pintura espesa, chiclosa, que lo envolvía y que le impedían moverse. De pronto, se volvió a sentir que flotaba en una burbuja, pero la burbuja iba rápido, sin rumbo fijo. Y volvió el cosquilleo en las orejas y un calor intenso se volvió a apoderar de sus mejillas y se retiró. Aventó las entrañas por allá con violencia delicada. Aventó un líquido blanquecino que embaraza mujeres. Aventó un líquido igual de espeso y chicloso que la pintura que segundos antes le habían venido a su mente. Aventó su descendencia.

Sintió un alivio jubiloso.

Perla seguía jadeando. Fue recuperando la calma, poco a poco. Silenciosa en el pequeño estudio se quedó escuchando los latidos de su propio corazón. Después comenzó a llorar.
—Por qué lloras?
—Nunca me has dicho que me quieres.
—Tú tampoco, Perla, pero te quiero –cosa que en el fondo era verdad-.
 —En serio?
—Sí, en serio.
—Yo también, Javi.
Comenzó a vestirse quitada de la pena, como si fueran marido y mujer.
—Me gustan tus calzones, Perla.
Perla no dijo nada. Sólo le cerró un ojo, una última lágrima se deslizó por su mejilla. A Javi hizo que el corazón se le fuera hasta los tobillos.
Prendió un porro. Un olor dulce a yerba quemada envolvió el estudio. Perla volteó a verlo con tirria. Javi dio tres, cuatro, cinco, seis caladas y lo apagó de inmediato. Ahora Javi escuchaba los latidos de su corazón. Latía con armonía. 
Perla rompió el hielo y dijo:
—Ves, sigo siendo virgen, Javi. Cuando una pierde la virginidad sangra las cobijas.
—No siempre, Perla, y no había cobijas.
—Que ingenuo eres, Javi. De haberlo hecho bien, hubiera sangrado.
—Si así lo quieres pensar –le contestó sin ánimos de ofender- sigues siendo virgen, Perla.
—Es que cuando una deja de ser virgen, sangra, Javi, entiende –lo dijo mientras terminaba de ponerse el sostén.
—Es verdad, Perla. Es verdad.
—Pero contigo quiero perderla, Javi –agregó en tono sugestivo. 

Faltaba una hora y media para que dieran las 7. Javi estaba ansioso y prendió un porro. Unas cuantas caladas, no más. Después se metió a los billares Asturias. Jugó a 15 carambolas y se dejó ganar. Volvió a la calle en dirección a la casa de Perla. Le compró unos chocolates en el camino. Pensó en los días posteriores sin Perla y una bola de tristeza se le incrustó en la panza. Las manos le comenzaron a sudar. Aceleró el paso y después se echó a correr. Lo único que quería era llegar y abrazarla muy fuerte. Le propondría que también él se iba con ella. Seguro y a Perla le encantaría la idea. Cuando llegó a la casa, sudaba a chorros. Las sienes le retumbaban. El corazón le sacudía con violencia. Tocó el timbre. Se limpió el sudor de la frente. Volvió a tocar. El timbre emitió un eco que se incrustó en lo más recóndito de las sienes. Se asomó al patío y sólo vio penumbras. Espero dos horas sentado en la banqueta. La marihuana lo relajó. Un impulso extraño se apoderó de él. Y se saltó a la casa. Caminó al patio trasero, allá donde el pequeño estudio aguardaba silencioso. Buscó las velas, el vino, los aromatizantes. Nada. Estaba solo en la casa, completamente solo. A tientas fue al dormitorio de Perla. Abrió y cerró cajones. Encontró cajitas, cartas viejas, papeles, lápices usados. Hurgó el tocador y levantó el tapón de los frascos de perfume, los olió y los puso exactamente como estaban. También vio el boleto de autobús de ida y sin regreso de Perla y sintió nauseas. Husmeó unos baúles que Perla ya tenía listos para partir. Se asomó debajo de la cama. Abrió el closet y olisqueó algunas prendas que Perla todavía tenía colgadas. Vio sus zapatillas y los ojos se le inundaron de lágrimas al ver que la mayoría estaban raspados de la punta izquierda. A un costado de la cama, había dos maletas grandes. Abrió una y encontró toda la ropa interior. Acarició todos sus calzones y calcetines, las apretó con ambas manos. Las bragas se las llevó a la nariz y aspiró con brío cada una. Apartó las bragas desgastadas de circulitos negros. Siguió tocando. Era un deseo de tocar, de oler, de acariciar todo lo que pertenecía a Perla. Era un mundo nuevo para él. Eran las 10 y pasadas cuando se recostó en la cama de Perla. Era un colchón amplio que se hundía en el centro. Tomó las bragas desgastadas de circulitos negros y se las llevó a la nariz. Enseguida se bajó el cierre del pantalón y comenzó a masturbarse. Sintió sus propias manos ajenas. Dónde carajos estaban los dedos afilados y delgados de Perla. Cuando se corrió, se limpió con las bragas viejas de Perla. Las envolvió y las volvió a  guardar dentro de la maleta. Se paró y quiso salir de ahí de inmediato.

Sobre la calle, prendió otro cigarrillo de mota. Fueron varias caladas. Tosió como un perro que se atraganta con un pedazo de pollo. Volteó a ver la fachada de la casa. La observó con desdicha y horror. No podía llorar. Sólo sentía arenoso la mitad del cogote. En sus labios se dibujó una sonrisa triste.  Comenzaron a caer desganadas algunas gotas de agua. Aceleró el paso. Comenzó a correr. Corría como un caballo desbocado. Llovía con mayor fuerza. De vez en cuando saltaba o esquivaba un charco de agua. Se tropezó en una alcantarilla abierta. Se abrió la boca y se raspó las rodillas. Se volvió a incorporar. Y volvió a caer y se volvió a raspar las rodillas y las manos. Y volvió a echar a correr. Corrió como un rayo, sus pies flotaban a través de los charcos. Cuando llegó a su barrio, disminuyó la velocidad. Apenas contenía el aliento. Cuando estaba a metros de su casa redujo la velocidad a un paso normal. Estaba sucio, mojado y herido. Se limpió y se sacudió antes de entrar. Abrió despacio la puerta de su casa. Dentro no llovía ni hacía frío. Sintió un gran alivio. Sus padres cenaban. Él no quiso. Se dieron las buenas noches. Javi se fue hasta su cuarto. Se desnudó de prisa. Luego apagó la luz de la mesita y se quedó a oscuras, inmóvil. 


24 de marzo de 2012

Las redes sociales, la amistad y Rubem Fonseca


Las bandejas de entrada de nuestros correos electrónicos están llenos de basura virtual; cadenas con temas lastimeros, religiosos y políticos; ofertas que a nadie interesan; mala pornografía, etc. Pocos son los e-mails que valen la pena. La inmediatez de las redes sociales nos han (mal) acostumbrado a mandar y recibir mensajes cortos. Son escasas las personas que se detienen a reflexionar sobre qué escribir, mandar o compartir. En lo personal, mantengo “contacto” a través de este medio con muy pocas personas, son amigos y familiares que principalmente viven en algún otro lugar del que yo habito. Hoy por la tarde, por ejemplo, he recibido un mensaje de un amigo periodista, Pepe David, un tipo que parece tener el don de escribir buenos e-mails, de esos e-mail que ponen de buen humor a la gente. Quisiera compartirles parte del mensaje que he recibido esta tarde. Que por cierto, refleja un poco (o mucho) la amistad que une a los amigos: el placer por la bebida, los gustos musicales y literarios, y sobre todo, la devoción, el afecto y la inspiración que producen las mujeres. Aquí el extracto del e-mail.

No sé si recuerdes que en mi pasada visita a Morelia me compré algunos libros. (En realidad, no tendrías porqué recordarlo) En fin, a lo que voy es que uno de ellos era del maestro --por favor, ponte de pie-- Rubem Fonseca. Yo llegué a su literatura hará unos diez años, quizá un poco más. Y desde entonces no lo suelto.

Te platico esto porque en 2007, durante la Feria del libro de Guadalajara, entré a una lectura pública que hizo el maestro. Ahí leyó unos cuentos de su (entonces) nuevo libro: Ella y otras mujeres. A todos nos atrapó. Pero hubo uno cuento en particular que, cuando lo escuché, y luego cuando lo leí en la tranquilidad de mi casa, me siguió gustando. Estoy convencido, y así lo he dicho siempre que puedo, que es un cuento perfecto. Tiene todo. (Desde luego, no todos los cuentos están del mismo calibre, pero, en serio, no hay ninguno malo.) Bueno, ahora te comparto aquel cuento.

De nada.

ELLA

Tomé su mano, la puse sobre mi corazón, dije, mi corazón es tuyo, después la coloqué sobre mi cabeza y dije, mis pensamientos son tuyos, moléculas de mi cuerpo están impregnadas con moléculas del tuyo.

Después puse su mano en mi verga, que estaba dura, y dije, esta verga es tuya.

Ella no dijo nada, me la chupó, después le chupé la panocha, se subió encima, cogimos, ella se quedó arrodillada, con la cara en la almohada, la penetré por atrás, cogimos.

Me quedé acostado y ella, de espaldas a mí, se sentó sobre mi pubis y metió mi verga en su panocha. Yo veía cómo entraba y salía mi verga, veía su culo rosado, que después lamí. Cogimos, cogimos y cogimos. Me vine como un animal agonizante.

Ella dijo, te amo, vamos a vivir juntos.

Le pregunté, ¿qué, no estamos muy bien así? Cada quien en su rincón, viéndonos para ir al cine, pasear por el Jardín Botánico, comer ensalada con salmón, leernos poesía uno al otro, ver películas, coger. Despertar todos los días, todos los días, todos los días juntos en la misma cama es mortal.

Ella respondió que Nietzsche dijo que la misma palabra amor significa dos cosas diferentes para el hombre y para la mujer.

Para la mujer, amor expresa renuncia, dádiva. En cambio, el hombre quiere poseer a la mujer, tomarla, a fin de enriquecerse y reforzar su poder de existir. Le respondí que Nietzsche era un loco.

Pero aquella conversación fue el principio del fin.

En la cama no se habla de filosofía.


Saludos cordiales,

Pepe David

PD (1): ¿Cómo va todo por allá? ¿Cómo está Nick? (Dale muchos besos de mi parte)

PD (2): Te dejo… creo que me están observando