25 de mayo de 2012

Adiós Perla




Para Andrea en su cumpleaños 25


Habían quedado de coger aquel día. Sería una noche especial. Inolvidable. Perla había propuesto una noche con velas, vino tinto, aromatizantes, ropa interior nueva. Una maldita noche romántica. Para Javi era una noche triste. Quizá la última con Perla. La chica partía al día siguiente a estudiar a otra parte, lejos, muy lejos. Y según ella, no quería irse siendo “virgen”, ni Javi tampoco.

Le marcó por la mañana. La voz de Perla en persona era tan seductora como un violín. Por teléfono su voz era excitante y Javi vibraba cuando la escuchaba.
 
Javi, cómo amaneciste, cariño?
—Pensando en ti. Soñé contigo.
—Qué soñaste?
—Soñé que te desnudaba mientras íbamos camino al desierto. Te desnudaba en cada parada. Te quitaba la blusa en el primer semáforo. En la autopista me deshacía de tus pantalones. En la caseta de cobro te bajaba los calzones con la boca.
—Jaja… qué cosas dices, Javi, estás loco, me estás poniendo cachonda… y luego.
—Pues, conforme nos acercábamos al desierto, tú ya tenías ropa otra vez… Era un cuento de nunca acabar.
—Jajaja…. pues hoy tus sueños podrán hacerse realidad.
Hubo un breve silencio. Después Javi preguntó:
—Qué significará el sueño?
—Javi, no tengo mucho tiempo. Sólo quiero recordarte nuestra cita de hoy. No vayas a llegar tarde.Y por favor, no comas, preparé algo especial para ti… Ahh, no fumes marihuana, no te quiero lento y torpe.
Javi contestó desganado:
—No te preocupes, cariño. Nos vemos en la noche.
—Te espero a las siete. Recuerda que tenemos pocas horas. Me voy muy temprano y me faltan muchas cosas por empacar.
Un disparo de amargura atravesó el estomago vacío de Javi.—No me lo tienes que estar repitiendo. Nos vemos en la noche.
—Besos, corazón. Te veo en la noche.
—Nos vemos, Perlita.

Perla y Javi se conocieron el último semestre de la prepa. Javi le hacía chistes y le pedía los apuntes del día. Muchas veces la acompañaba hasta su casa. Un día, Javi le pidió que fuera su novia, como muchas cosas incomprensibles en la vida, Perla aceptó.

Perla era hermosa. Alta. De mejillas sonrosadas. Tenía las costillas pegadas a la piel. Los ojos verdes, llenos de vida. Y las nalguitas respingadas como su nariz. Era una chica lista con buenas notas en la escuela. En público era tímida y callada. Venía de un pueblo lejano y desértico. Aquí en la ciudad vivía con su tía. Era un encanto la muchacha.

Todo lo contrario a Javi. Un mozo poco agraciado. Tenía la piel morena. Los pelos tiesos, negros. Tenía los ojos miopes, negros, de capulín. Las pestañas de tejaban. También tenía las costillas pegadas a la piel. De una flacura que daba lástima. Nada que Javi tuviera que presumir, salvo que caía bien a las personas, tenía la sangre ligera. Era un holgazán. El vago se pasaba el tiempo en los billares Asturias, ese lugar apestoso a miados, infestado de viejitos y comerciantes. Jugaba bien a la carambola y al dominó. Poco parecía importarle a Javi la escuela. Sacaba notas mediocres. Las necesarias para no reprobar. La escuela no era lo suyo. Sus padres ya habían perdido las esperanzas. Le gustaba fumar marihuana y beber cerveza.

Visitaba a Perla en la casa de su tía con el pretexto de ponerse al corriente en la escuela. Perla con paciencia, le explicaba algunas cosas y le hacía tomar los apuntes importantes. Aprendía más de ella que cualquiera de sus profesores. Le gustaba escucharla. Tenía un timbre de voz angelical que provocaban en Javi erecciones que le impedían moverse o cambiar de posición. Con el tiempo y con permiso de la tía, Perla lo pasaba a un pequeño estudio al fondo de la casa, donde resolvían, mejor dicho, Perla resolvía, problemas de trigonometría, de química y física. Una martirio para Javi que se esforzaba en mantenerse interesado. No por mucho tiempo. Llegó el día que Perla se sintió muy acalorada. Tenía las mejillas coloradas. Le dio el síndrome de las piernas inquietas. Se mecía el cabello delante de Javi. Lo veía más de la cuenta. Se mojaba sus anchos labios con su lengua de lagartija. Javi, que sólo la cara de idiota tenía, supo de qué se trataba. Había que hacer algo. ¡Al carajo el estudio! Se lo dejaba en manos de la naturaleza que como todos sabemos, lo controla todo. Y dos personas se necesitan el uno del otro.

Mientras resolvían un problema matemático, Perla le preguntó que si le molestaba que le hiciera cosquillitas en la espalda. Javi respondió:
—No, no me molesta. Había estado esperando este momento toda mi vida–había respondido como un digno caballero-.
Y Perla comenzó a deslizar sus afilados y delgados dedos de arriba abajo. Javi tenía la piel chinita, desde los pies hasta lo pelos tiesos de la cabeza. Javi se paró y la rodeo por atrás. Tenía muy de cerca las  nalguitas respingadas que toda la escuela envidiaba. Le hizo cosquillas ahora él.  Sobre el cuello garboso. Sobre el vientre liso. Perla le detuvo las manos. Ella volvió a tomar la iniciativa. Perla tocaba aquí, tocaba allá. Lo hacía torpemente. Era novata, pero tenía intuición.  
—Lo hago mal, Javi?
—Podrías hacerlo mejor, Perla.
—Cómo? –preguntó con avidez.
—Bésate frente al espejo.
—Y ya?
—No, empieza lento y suave y después ensalívalo con la lengua.
—Y ya?
—No, tócate los pechos, las nalgas, la entrepierna, todo, siempre frente al espejo.
—Y ya? –insistía la muchacha.
—No, mañana, tendrás que hacerlo igual, es cuestión de práctica.

Semanas después, Perla le bajó el cierre del pantalón. Fue la primera vez que se vino enfrente de Perla. Lo hizo en su mano. No lo pudo evitar. Perla le manoseaba la verga con curiosidad y simpatía. Sus ojos verdes se concentraban poseídos en el bulto. Lo examinaba. Lo olfateaba de lejos. Lo palpaba. Lo apretaba. Lo acariciaba. Lo frotaba de arriba abajo. Lo arrullaba como los capitanes de barco balancean a sus tripulantes. Javi flotaba en una burbuja con dirección al cielo. Había fumado un porro del tamaño de un guarache de la plaza San Agustín. Aguardaba en su alma una paz y una serenidad celestial. De pronto, sintió como la burbuja se había elevado tanto que no tardaría en estallar. Fue cuando un cosquilleo en las orejas y un calor intenso se apoderaron sobre sus hundidas mejillas. Se paró del sillón y sujetó con fuerza a Perla. Ésta se dejó agarrar los pechos. Eran suaves como los duraznos en almíbar. Pero volvió a sentar a Javi y siguió frotándole la verga de arriba abajo. La burbuja explotó. Un chorro espumoso y blanquecino humectó la palma de la mano de Perla. Javi respiró hondo y no dijo nada. Ella también suspiró hondo y pausado. Esbozó una ligera sonrisa, como quién ha cumplido con el deber después de una larga batalla.

Atrás habían quedado los días que le dedicaban al estudio. Las tardes en el pequeño estudio se reducían al forcejeo, al jadeo, a ensalivadas, a manoseadas, a fajes escandalosos; etapas de la vida.

Hubo un día en que Javi la desvistió por completo. Bueno, casi. Perla nunca se dejó quitar las bragas. Eran unas bragas desgastadas, de circulitos negros. Perla se trepó encima de Javi. Javi quedó sorprendido por los movimientos de Perla. Se movía como si fuera una experta la cabrona. Sin quitarse nunca las bragas, le dijo Perla a Javi que sólo le metiera la puntita. No vengo preparado contestó éste.
—Si me metes la puntita no pasa nada. Además es la primera vez. No seas pendejo -le dijo.
Lejos de excitarlo, Javi se asustó. Recordó las palabras de su padre: sin globos no hay fiestas. En milésimas de segundo, imaginó un mundo al lado de Perla, panzona, con 3 hijos de él y regañándolo por llegar tarde y marihuano. No era posible que Perla, la chica más lista del salón, creyera ese tipo de babosadas… Pueblerina, al fin y al cabo.
Pero el cuerpo –desde Adán hasta nuestros días- es débil. Y como el perro que servilmente le tiende la patita a su amo, Javi le metió la puntita. Únicamente la puntita. Perla se alocó como nunca antes. Los poros de su nariz se ensancharon. Las mejillas se le pusieron coloradas. La mirada desorbitada. Los pezones duros y más negros. Se movía como una loca en una clase de gimnasia. Movía las caderas. Arqueaba la espalda. Tenía la mirada desorbitada. Estaba fuera de sí.
—Otra vez la puntita, Javi –dijo como el sediento que regresa después de una ida al desierto.
—Esa no es la puntita, Perla, es todo lo que hay.
—Te dije que solo la puntita, cabrón.
—Pues tú te la metiste completa.
—Pinche Javi. No mames. Ok, ahora sólo la puntita.
Perla se  volvió a trepar encima de Javi. Apoyó las dos manos sobre el pecho de Javi. Paró el culo, buscó la verga de Javi y con ella hizo a un costado las bragas desgastadas, de circulitos negros. Se aseguró que sólo fuera la puntita y volvió a moverse, primero lento, después más rápido.
Perla lanzó un gruñido salvaje. Enseguida a Javi se le nubló la vista, le dio la miopía o sabe qué cosas pero se le nubló. A su mente le llegaban ráfagas de mujeres desnudas aventándole pintura blanca. Más blanca que la leche de vaca. Era una pintura espesa, chiclosa, que lo envolvía y que le impedían moverse. De pronto, se volvió a sentir que flotaba en una burbuja, pero la burbuja iba rápido, sin rumbo fijo. Y volvió el cosquilleo en las orejas y un calor intenso se volvió a apoderar de sus mejillas y se retiró. Aventó las entrañas por allá con violencia delicada. Aventó un líquido blanquecino que embaraza mujeres. Aventó un líquido igual de espeso y chicloso que la pintura que segundos antes le habían venido a su mente. Aventó su descendencia.

Sintió un alivio jubiloso.

Perla seguía jadeando. Fue recuperando la calma, poco a poco. Silenciosa en el pequeño estudio se quedó escuchando los latidos de su propio corazón. Después comenzó a llorar.
—Por qué lloras?
—Nunca me has dicho que me quieres.
—Tú tampoco, Perla, pero te quiero –cosa que en el fondo era verdad-.
 —En serio?
—Sí, en serio.
—Yo también, Javi.
Comenzó a vestirse quitada de la pena, como si fueran marido y mujer.
—Me gustan tus calzones, Perla.
Perla no dijo nada. Sólo le cerró un ojo, una última lágrima se deslizó por su mejilla. A Javi hizo que el corazón se le fuera hasta los tobillos.
Prendió un porro. Un olor dulce a yerba quemada envolvió el estudio. Perla volteó a verlo con tirria. Javi dio tres, cuatro, cinco, seis caladas y lo apagó de inmediato. Ahora Javi escuchaba los latidos de su corazón. Latía con armonía. 
Perla rompió el hielo y dijo:
—Ves, sigo siendo virgen, Javi. Cuando una pierde la virginidad sangra las cobijas.
—No siempre, Perla, y no había cobijas.
—Que ingenuo eres, Javi. De haberlo hecho bien, hubiera sangrado.
—Si así lo quieres pensar –le contestó sin ánimos de ofender- sigues siendo virgen, Perla.
—Es que cuando una deja de ser virgen, sangra, Javi, entiende –lo dijo mientras terminaba de ponerse el sostén.
—Es verdad, Perla. Es verdad.
—Pero contigo quiero perderla, Javi –agregó en tono sugestivo. 

Faltaba una hora y media para que dieran las 7. Javi estaba ansioso y prendió un porro. Unas cuantas caladas, no más. Después se metió a los billares Asturias. Jugó a 15 carambolas y se dejó ganar. Volvió a la calle en dirección a la casa de Perla. Le compró unos chocolates en el camino. Pensó en los días posteriores sin Perla y una bola de tristeza se le incrustó en la panza. Las manos le comenzaron a sudar. Aceleró el paso y después se echó a correr. Lo único que quería era llegar y abrazarla muy fuerte. Le propondría que también él se iba con ella. Seguro y a Perla le encantaría la idea. Cuando llegó a la casa, sudaba a chorros. Las sienes le retumbaban. El corazón le sacudía con violencia. Tocó el timbre. Se limpió el sudor de la frente. Volvió a tocar. El timbre emitió un eco que se incrustó en lo más recóndito de las sienes. Se asomó al patío y sólo vio penumbras. Espero dos horas sentado en la banqueta. La marihuana lo relajó. Un impulso extraño se apoderó de él. Y se saltó a la casa. Caminó al patio trasero, allá donde el pequeño estudio aguardaba silencioso. Buscó las velas, el vino, los aromatizantes. Nada. Estaba solo en la casa, completamente solo. A tientas fue al dormitorio de Perla. Abrió y cerró cajones. Encontró cajitas, cartas viejas, papeles, lápices usados. Hurgó el tocador y levantó el tapón de los frascos de perfume, los olió y los puso exactamente como estaban. También vio el boleto de autobús de ida y sin regreso de Perla y sintió nauseas. Husmeó unos baúles que Perla ya tenía listos para partir. Se asomó debajo de la cama. Abrió el closet y olisqueó algunas prendas que Perla todavía tenía colgadas. Vio sus zapatillas y los ojos se le inundaron de lágrimas al ver que la mayoría estaban raspados de la punta izquierda. A un costado de la cama, había dos maletas grandes. Abrió una y encontró toda la ropa interior. Acarició todos sus calzones y calcetines, las apretó con ambas manos. Las bragas se las llevó a la nariz y aspiró con brío cada una. Apartó las bragas desgastadas de circulitos negros. Siguió tocando. Era un deseo de tocar, de oler, de acariciar todo lo que pertenecía a Perla. Era un mundo nuevo para él. Eran las 10 y pasadas cuando se recostó en la cama de Perla. Era un colchón amplio que se hundía en el centro. Tomó las bragas desgastadas de circulitos negros y se las llevó a la nariz. Enseguida se bajó el cierre del pantalón y comenzó a masturbarse. Sintió sus propias manos ajenas. Dónde carajos estaban los dedos afilados y delgados de Perla. Cuando se corrió, se limpió con las bragas viejas de Perla. Las envolvió y las volvió a  guardar dentro de la maleta. Se paró y quiso salir de ahí de inmediato.

Sobre la calle, prendió otro cigarrillo de mota. Fueron varias caladas. Tosió como un perro que se atraganta con un pedazo de pollo. Volteó a ver la fachada de la casa. La observó con desdicha y horror. No podía llorar. Sólo sentía arenoso la mitad del cogote. En sus labios se dibujó una sonrisa triste.  Comenzaron a caer desganadas algunas gotas de agua. Aceleró el paso. Comenzó a correr. Corría como un caballo desbocado. Llovía con mayor fuerza. De vez en cuando saltaba o esquivaba un charco de agua. Se tropezó en una alcantarilla abierta. Se abrió la boca y se raspó las rodillas. Se volvió a incorporar. Y volvió a caer y se volvió a raspar las rodillas y las manos. Y volvió a echar a correr. Corrió como un rayo, sus pies flotaban a través de los charcos. Cuando llegó a su barrio, disminuyó la velocidad. Apenas contenía el aliento. Cuando estaba a metros de su casa redujo la velocidad a un paso normal. Estaba sucio, mojado y herido. Se limpió y se sacudió antes de entrar. Abrió despacio la puerta de su casa. Dentro no llovía ni hacía frío. Sintió un gran alivio. Sus padres cenaban. Él no quiso. Se dieron las buenas noches. Javi se fue hasta su cuarto. Se desnudó de prisa. Luego apagó la luz de la mesita y se quedó a oscuras, inmóvil.